Miguel Ángel Granados Chapa
Un dardo lanzado con toda probabilidad para zaherir a su antiguo contendiente y actual impugnador tal vez encontró en el camino un blanco diferente. Aunque era claro que la catilinaria de Calderón iba dirigida a Andrés Manuel López Obrador, Carlos Slim no quiso arriesgarse. Para no cruzarse en la trayectoria del proyectil, el presidente de Carso fue cauteloso, y para evitar ser descalificado atenuó su exposición asegurando que no quería ser catastrofista, pero acaso se le achaque esa condición por trazar un panorama con los colores oscuros que no están en la paleta del Ejecutivo federal.
Slim habló en el foro México ante la crisis, y lo hizo sin ambages, en una posición contraria a la presidencial. Calderón prefiere el optimismo, que él denomina realismo, en el examen de la situación actual y su desenvolvimiento, al punto de que ya ve para este mismo año, cuando más en 2010, el fin de la crisis en que apenas vamos adentrándonos. A fines de enero, en Davos, expresó su disgusto contra el vaticinio del gobernador del Banco de México sobre el decrecimiento de la economía mexicana. Y de paso le enmendó la plana a su Secretario de Hacienda, que paulatinamente había ido acoplando su propio pronóstico al de la banca central. Reconoció que no habrá crecimiento en 2009, que a eso equivale el eufemismo del crecimiento cero o más eufemísticamente (hasta rayar con el engaño) decir que habría crecimiento negativo, que es el modo técnico de referirse al achicamiento del Producto Interno Bruto.
El 5 de febrero Calderón fue más allá. Predicó no sólo el optimismo, sino que denunció el catastrofismo. Llamó catastrofistas a quienes advierten un porvenir distinto del que él percibe y que propaga para infundir confianza en sus oyentes. Por lo que parece, Calderón cree en la fuerza creadora o destructora de las palabras hasta un punto cercano a la superstición. Se niega a admitir que habrá circunstancias muy adversas -aunque personalmente le gusten porque alborotan su adrenalina- por suponer que expresarlas es provocarlas. Y ha de estimar lo contrario: que anunciar soluciones las atraerá.En el tono admonitorio que ya le es conocido, que impone obligaciones universales -”debemos rechazar todos”-, definió en su discurso del Día de la Constitución que “no es tiempo de demeritar, sino de aportar”.
Con esa frase pasó de un párrafo previo cuyo enunciado se puede compartir sin dificultad, a fijar límites autoritarios a la libertad de expresión. Ya había mezclado, el 17 de septiembre pasado, dos días después del atentado con granadas en Morelia, dos géneros inconfundibles de acción: la delictuosa y la opositora. En términos semejantes incurrió ahora en la misma confusión. Dijo, de modo irrebatible, que debemos luchar “contra quienes pretenden minar y destruir las instituciones del Estado”. Si eso se refiere a la delincuencia organizada, que en efecto mina y destruye las instituciones, no habrá quien se haga a un lado y desoiga la convocatoria de Calderón.Pero en cambio resulta imposible compartir su modo de luchar contra la ilegalidad porque se refiere a acciones que no realiza la delincuencia, que sólo opera con armas de fuego y con dinero, no con razones y argumentos como lo hacen quienes no coinciden con el parecer gubernamental.
A ese terreno entró inmediatamente Calderón: “Valoramos la crítica, valoramos la crítica que orienta soluciones y el análisis que alerta responsablemente sobre riesgos latentes. Pero debemos rechazar todos el catastrofismo sin fundamento, particularmente ahora llevado a extremos absurdos, que daña sensiblemente al país, a su imagen internacional, ahuyenta inversiones y destruye los empleos que los mexicanos necesitan. Hagamos a un lado el alarmismo, que ignora los esfuerzos que todos hacemos por superar nuestros desafíos”. Instruyó a “acotar los personalismos e intereses, que medran con infundadas profecías de desastre que sólo generan desaliento. No es tiempo de actitudes protagónicas ni egoístas (como las de quien) pretende sembrar el desaliento y la desesperanza para satisfacer ambiciones, vanidades o intereses personales o de grupo…”.
Luego repitió una expresión autoritaria, casi calcada de la emitida en septiembre. Dijo entonces: “Podemos discrepar y opinar distinto y ejercer las libertades que nos brinda la democracia por la que hemos luchado, pero lo que no es válido es dividir deliberadamente a los mexicanos y sembrar el encono y el odio entre ellos”. Dijo ahora: “Se puede discrepar, pero no deliberadamente falsear, dividir o enconar. Se puede opinar distinto en el marco de libertad que el propio Estado garantiza, pero no atentar contra el Estado mismo”.
Ya habrá quien decida en qué posición queda el mayor magnate de México al anunciar los males que vendrán (y provocando que vengan según la tesis calderoniana). Es claro que Slim habla desde su posición de protagonista económico que defiende sus intereses, los de Telmex en particular. Pero es claro también que dice lo que dice a partir de la sensibilidad y la información que cuentan entre las causas de su riqueza. “No quiero ser catastrofista, pero hay que prepararse para prever y no estar viendo las consecuencias después y estar llorando”, dijo después de vaticinar que “se va a caer el empleo, van a quebrar las empresas, muchas chicas, medianas y grandes, van a cerrar los comercios, va a haber locales cerrados por todos lados, va a haber inmuebles vacíos. Es una situación que va a ser delicada”.
Cajón de Sastre
Salvo mayor y mejor información sobre la postura del Gobierno mexicano ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU con motivo del primer examen a que es sometido en ese órgano (que por cierto ha encabezado), es de lamentar que el Secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, no se haya referido al problema de la desaparición forzada de personas, una de las más graves modalidades de la privación ilegal de la libertad, que es una plaga al parecer inextirpable en la vida mexicana. Si bien hay legislación al respecto, necesitada de perfeccionamiento, no se ha iniciado ninguna causa penal contra ningún agente de la autoridad a quien se impute esa grave violación a los derechos humanos, como si faltara evidencia o presunción fundada sobre la práctica de ese delito.
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