A dos días del ataque al consulado de Estados Unidos en Bengasi, Libia,
en el que fue asesinado el embajador Christopher Stevens, las
agresiones contra sedes diplomáticas de Washington continuaron ayer en
Yemen, con un saldo con cuatro muertos, y en Egipto, donde varias
personas resultaron heridas. Otras confrontaciones menores ocurrieron
en Bagdad y Túnez, en tanto que en Teherán hubo una manifestación
frente a la embajada suiza, que representa los intereses estadunidenses
en Irán.
La violencia contra las embajadas de Estados Unidos en el mundo
islámico es condenable e indeseable por cuanto amenaza la inmunidad de
las representaciones diplomáticas en el mundo y se erige, en
consecuencia, en un factor de peligro para el de por sí frágil orden
internacional.Aunque el detonador de este fenómeno fue la divulgación de un video en que se denigra al profeta Mahoma –producido en Estados Unidos por particulares–, en las expresiones de encono antiestadunidense convergen factores mucho más profundos y diversos que un simple acto de provocación al islam y sus seguidores.
El primero de ellos es la doble moral del gobierno de Washington en su trato hacia los diversos fundamentalismos: en contraste con las voces de condena formuladas por la Casa Blanca en contra del integrismo islámico, ese gobierno se ha caracterizado por su benevolencia hacia el judaísmo ultraortodoxo, que mantiene una amplia influencia en el diseño y aplicación de la política belicista de Israel, la cual representa una amenaza para la paz en Medio Oriente y en el mundo.
La propia superpotencia estuvo gobernada hasta hace no mucho por un presidente –George W. Bush– cuyo pensamiento, enraizado en un integrismo cristiano de extrema derecha, llevó al mundo a grados superlativos de violencia, inseguridad y degradación humana, de la cual no se ha recuperado aún.
Un tercer elemento para comprender esta oleada de actos hostiles es la persistencia de una política exterior agresiva, injerencista, belicista y depredadora de Washington, que se acentuó durante los gobiernos del propio George W. Bush tras los atentados del 11 de septiembre de 2001: luego de esos hechos, y con el pretexto de hacer justicia para las víctimas, el político texano embarcó a su país en una cruzada –es decir, en una agresión del occidente cristiano contra el oriente islámico– que se saldó con la devastación de dos naciones –Irak y Afganistán– y con una multiplicación de la inseguridad y las violaciones a los derechos humanos en el mundo.
Por elemental congruencia, las condenas internacionales que hoy se formulan en contra de los ataques a las embajadas estadunidenses tendrían que ir acompañadas de un reclamo para que Washington corrija las actitudes e inercias que han derivado en la configuración de ese clima de violencia y barbarie.
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