Carlos Bonfil
Una escena de la película
Dance Me To The End of Love.
El melancólico compositor y cantante canadiense Leonard Cohen ha sido
por largo tiempo inspiración de algunas ficciones fílmicas afortunadas,
entre ellas Del mismo barro (McCabe and Mrs. Miller, Robert Altman, 1971). Para su segundo largometraje, Triste canción de amor (Take this Waltz), la actriz y directora canadiense Sarah Polley (Lejos de ella), elige un título que retoma justamente el de una canción de Cohen de 1998.
Aunque el argumento, escrito por la propia directora, se asemeja a
cientos de propuestas hollywoodenses, entre dramas o comedias
románticas, sobre la infidelidad conyugal y sus saldos desastrosos, lo
interesante aquí es la manera en que Polley concentra su atención en la
incapacidad de las palabras para expresar la confusión de sentimientos
y dilemas morales que viven los personajes de la trama.Vecinos y amantes. Luego de un encuentro en un avión, la joven escritora free lance Margot (Michelle Williams) descubre que su compañero de viaje y nuevo amigo, Daniel (Luke Kirby), pintor poco exitoso con romántica vocación de vagabundo, es providencialmente vecino suyo. La atracción inmediata de ambos jóvenes tiene como obstáculo insuperable que Margot esté casada con Lou (Seth Rogen), hombre infinitamente generoso y bueno, uno de esos dechados de sencillez y virtud viril que sólo puede imaginar el cine estadunidense.
Con un hombre así en casa, entregado de lleno a las rutinas domésticas, irreprochable marido con alma y juegos de niño, escritor de libros de cocina sobre las mil maneras de preparar un pollo, cualquier infidelidad conyugal adquiere las dimensiones de un enorme escándalo moral.
Esta infracción mayúscula es la que agobia a la joven Margot, quien a medida que se entusiasma por un Daniel de espíritu independiente y libre, descubre el fardo de un hastío conyugal hasta entonces disimulado. No tener nada que hablar con el marido en una cena de aniversario y descubrir que esa falta de interlocución es justamente la base del pretendido equilibrio doméstico, es algo que la protagonista no puede ya soportar, al punto de orillarla a una decisión extrema.
Según la directora, el tema es algo que raramente se aborda en la pantalla desde el punto de vista femenino. La insatisfacción de Lou procede de la fuerza inusitada con que se manifiesta en ella el deseo,
un impulso biológico, adictivo, que no puede negarse, señala en una entrevista Sarah Polley.
Un impulso, añade, que es más frecuente y aceptable ver en hombres adúlteros como Don Draper, el héroe de la exitosa teleserie Mad Men, que en mujeres rápidamente estigmatizadas por la ligereza moral de su conducta.
Este cambio de perspectiva es el que propone la cinta sin el menor asomo de moralina y sin excesos melodramáticos. La pareja adúltera vive su amorío de modo contenido, como si un riguroso código ético debiera presidir cada una de sus acciones, y esa insatisfacción constante –placer físico siempre diferido–, la directora lo muestra de modo atractivo en la escena en que ambos se procuran y evitan sensualmente dentro de una piscina, como un silencioso ritual de seducción, el rítmico vals al que alude la canción del título original.
No hay en la cinta el nivel de sobriedad estética de una cinta como Deseando amar (In The Mood For Love), de Wong Kar-wei, es cierto, pero la búsqueda formal de la realizadora, con sus recorridos circulares y su manera de presentar al marido Lou en tomas entrecortadas, expresando ante la cámara, como en un documental, su tristeza y decepción amorosa, ciertamente rompe con las rutinas de la comedia romántica hollywoodense. Una cinta desigual y arriesgada, con el sello cada vez más personal de una directora inteligente.
carlos.bonfil@gmail.com
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