Hace
dos años, desde una perspectiva radicalmente transformadora y en el
marco de las celebraciones bicentenarias, la Universidad Nacional
acogió la iniciativa de organizar un ciclo de análisis sobre la reforma
del Estado y el fortalecimiento de la nación. Hoy aparece un libro que
contiene la mayor parte de las exposiciones, refleja un alto nivel
académico y compendia en un contexto multidisciplinario la tragedia del
país.
Su
pertinencia es aun más acuciante de lo que entonces fue. Las
condiciones creadas en la conciencia pública y en la amarga realidad
tras un periodo electoral particularmente errático no parecen abrir un
espacio razonable para el optimismo. No podemos, sin embargo, renunciar
a la esperanza. Estamos obligados a encontrar los caminos para evitar
que los procesos de confrontación en curso y la brutalidad de la
violencia cotidiana acaben por demoler el Estado nación. Existe todavía
la posibilidad de reformar en profundidad nuestras instituciones y
modificar substancialmente las políticas económicas y sociales que nos
han encaminado a la ruina moral y material del país. He ahí la gran
cuestión que estamos llamados a resolver; mientras más pronto, mejor,
ya que el reloj de la historia suele ser implacable.
El
problema que encaramos es de mucho mayor envergadura que el anudamiento
del diálogo entre los actores políticos y económicos ostensibles. Exige
una dimensión de patriotismo y racionalidad que cambie en verdad la
correlación de fuerzas y nos conduzca a soluciones de raíz. Una
refundación de la república.
La
cuestión central es la erosión de la identidad nacional, que según
todos los indicios se inició por una infamante desnacionalización y se
ahondó en una transición política frustrada y en la ruptura de los
nudos básicos de la cohesión social. Una comunidad instalada en el
temor y la miseria es presa fácil de cualquier forma de autoritarismo:
el mediático, el burocrático, el demagógico, el trasnacional o todos
juntos.
El
transcurso del siglo XXI ha sido en exceso nocivo para los mexicanos.
El saldo de un neoliberalismo subordinado, de una alternancia política
primitiva y del enfrentamiento equívoco y asesino entre la autoridad y
el crimen han resultado ultrajantes para la población. Padecemos un
neocolonialismo en el que no somos beneficiarios de la metrópoli, pero
sufrimos todas las consecuencias del sometimiento.
No
encuentro un sinónimo mejor para el concepto de reforma del Estado que
el de nueva constitución. Imaginar que tan sólo durante este sexenio se
han expedido 35 decretos de reforma constitucional que afectaron 64
artículos —casi la mitad de la Carta— y considerar que nada ha mejorado
en el orden estructural o funcional del país resulta aberrante.
Es
urgente detener semejante destajo legislativo. Iniciar un debate serio
e incluyente sobre el futuro de la nación a partir del círculo
iniciático de la Universidad. Me refiero a ella en un sentido genérico
y sustantivo, porque me parece que el hecho más destacado de los
tiempos recientes es la irrupción de los jóvenes en el acontecer
nacional, por la suma de conciencias alertas, medios tecnológicos,
capacidad sistémica de reflexión y profunda voluntad de autonomía.
Se
ha dicho que el relevo generacional en curso otorga una nueva
fisionomía a la vida pública del país. Creo en ello y observo la
capacidad de crecimiento ideológico y de análisis político que están
mostrando. Dejemos a su iniciativa, más que a la de los partidos, la
determinación de la agenda nacional. Es claro para ellos que un país
renovado demanda un orden constitucional distinto y que difícilmente
podemos mantener un discurso democrático en ausencia de requisitos
esenciales para la libre competencia política y condiciones mínimas de
equidad social.
Los
jóvenes han elegido la transformación del sistema de comunicación
social como santo y seña de la nueva generación. Apoyémoslos con todo
en esa empresa vital. Seamos leales al mandato que otorga vigencia al
claustro universitario: el predomino del pensamiento sobre el
oscurantismo y la difusión de las ideas como vehículo de libertades.
Nuestra mejor herencia será la de edificar, junto con ellos, un
proyecto constitucional digno de nuestra vocación humanista y nuestra
estirpe mexicana.
Político
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