Detrás de la Noticia
Ricardo Rocha
“¡Se oye el rumor de un pregonaaaar…!” Los bailes en la vecindad siempre comenzaban así, con el canto poderoso y dulcísimo de convocatoria irresistible de Celia Cruz y su inolvidable yerberito. Fue durante un tiempo sin tiempo. En el 35 de Peluqueros, junto a la pulquería La Hermosa Ofelia. Donde los más de 100 que habitábamos los 16 “interiores” habíamos proclamado reina a la Virgen de Guadalupe, que nos cuidaba en su altar de la entrada.
Yo creo que hasta a ella le gustaban los bailes. Cualquier pretexto era bueno. El cumpleaños de don Juan, el policía del seis, alguna de las fiestas patrias o el santo de cualquier Pepe o María, que no faltaban. Aunque a mí los que me gustaban eran los bailes de cuando peleaba El Ratón. ¿Cómo qué cuál? pos el único, el glorioso Raúl, Raulito, El Ratón Macías, aquel que todo se lo debía a su manager, don Pancho Rosales, y a nuestra virgencita, por supuesto. Y es que El Ratón no era sólo un ídolo. Eso se queda corto, gacho de a tiro. El Ratón era mucho más; era un mito viviente, era un símbolo, era un orgullo grandotote, era una razón de ser. El Ratón era Tepito y el Tepito del Ratón era todo México, pa’ que me entiendan.
Por eso era una gloria cada vez que ganaba. Cuando, por arte de magia, se aparecían los de “el sonido”. Unos ñeros que colgaban de las azoteas un par de bocinas e instalaban un aparato grande y gordo en el que giraban los pesados y negros discos de pasta; en ellos se encajaban las agujas metálicas que producían el portento nunca explicado: “…el yerberito llegoooo, lleeegoo”. Y luego, el milagro de la multiplicación de los novios bailarines, los papás y las mamás, los gorrones de otras vecindades, los “organizadores” que serpenteaban con charolas de medias noches untadas de jamón del diablo y cubas pintaditas de ron, hasta los escuincles que nomás andábamos viéndoles las piernas a las muchachas al vuelo de las crinolinas. “Traigo yerba santa, pa’ la garganta”. Y luego el otro milagro inconcebible: ¡cómo cabíamos todos en esa tirita de espacio que llamábamos vecindad!
Ese Tepito de prodigios es el que yo recuerdo y siempre traigo en el corazón. Salí de ahí a los 11 años. Pero lo que ahí viví se me quedó para siempre: para empezar, ese sentido de pertenencia colectiva no a un número, por supuesto, sino a lo que éste representaba: la indicación callejera de todo un microcosmos al interior de esa puerta desvencijada o de plano inexistente; yo soy del 21, pues yo del 28, y yo del 35, pero todos somos de Tepito. Como si con esas sumas minúsculas conformáramos una pequeña nación con nuestras fronteras, nuestro territorio, nuestro modo de hablar y de ser que nos hacía tan distintos a todos los demás, con ese algo que llamamos identidad. Por eso a mí no me ofende lo de tepiteño; me enorgullece. Porque, díganme, en una ciudad tan gigantesca y abigarrada cuántos barrios o colonias pueden presumir de tener hijos para toda la vida.
Será que también por eso me duele Tepito. Por todo lo que ahora se dice de él: como si fuera el origen de todos los males; de todo lo violento y feo que hoy mancha la capital. Como si ahí se gestaran todos los pecados de esta ciudad de México. Y me duelen también, por supuesto, los 12 chavos desaparecidos y la probabilidad infame de su destino; me enfurece que, siendo víctimas, se les haya criminalizado con los delitos de “origen manifiesto” y “portación de pariente prohibido”. Y espero todavía que estén vivos. Y que en cualquier caso se haga justicia.
Pero espero, sobre todo, que el actual gobierno de Miguel Ángel Mancera entienda por fin la compleja crónica fenomenológica de siglos. Desde que era el lugar del trueque y el comercio en Tenochtitlan a lo que es ahora. Que él, sus funcionarios y todos en el Distrito Federal entendamos que son mayoría de miles los que todos los días salen de ahí a trabajar honradamente. Que Tepito no es un ghetto de criminales. Es, en cambio, un barrio bravo, por pura necesidad
@Ricardo_Rocha_MX
ddn_rocha@hotmail.com
Periodista
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