Colectivo La digna voz
Wil
G. Pansters, en un texto que lleva por título “Del control centralizado
a la soberanía fragmentada: narcotráfico y Estado en México”, documenta
que en la víspera de las elecciones presidenciales de 2000, el New York Review of Books publicó un artículo en el que se inquiría si el Estado mexicano era un narcoestado.
La preocupación en realidad gravitaba alrededor de la candidatura de
Francisco Labastida, exgobernador de su natal Sinaloa, y sobre cuya
persona circulaban rumores acerca de presuntos vínculos con el
narcotráfico. En esa época todavía existían académicos, funcionarios e
intelectuales que sostenían que el narcotráfico era una lacra
constitutiva a la supremacía indisputada del Partido Revolucionario
Institucional. Naturalmente, las expectativas de esos grupos “críticos”
(nótese el entrecomillado) estaban colocadas en el candidato de
oposición: Vicente Fox Quezada, del proto-falangista Partido Acción
Nacional. Sin embargo, la fallida “alternancia” refutaría esos torpes
diagnósticos, y confirmaría que el problema no podía explicarse sólo
“en términos de redes y lealtades partidistas en sí” (G. Pansters).
El texto referido tiene algunas virtudes. Pero, como ocurre a menudo
con los estudios acerca del narcotráfico, yerra en las premisas de
fondo, y atiende el problema admitiendo la hipótesis falsaria que
coincidentemente utiliza el discurso oficial para justificar la guerra
contra el narcotráfico: a saber, la de una disputa entre soberanías, o
bien, la de un desafío del crimen organizado al poder del Estado. Esta
lectura es altamente lesiva para la comprensión del fenómeno en
cuestión. E inevitablemente refuerza la tesis de ciertos autores como
Edgardo Buscaglia, que a nuestro juicio distorsiona la trama de la
alianza Estado-narcotráfico en México. Buscaglia escribe: “ El
crecimiento de la delincuencia organizada extremadamente violenta y
transnacional se alimenta siempre de vacíos y fallas del Estado”. Si se
extiende un poco más este razonamiento, termina desembocando allí donde
acaban casi todos los análisis estériles: en sostener que el Estado
mexicano es un Estado fallido. Y por extensión, en responsabilizar
principalmente a la clase política por el drama del narcotráfico y la
narcoviolencia. Esto se traduce en una explicación insolvente, que el
propio Buscaglia resume ciñéndose a una falacia teórica garrafal: que
“el corazón del narco son los políticos”. Desde luego que los políticos
están involucrados en el narco. Pero conferirles el rol protagónico en
la materia, es por lo menos tan errado como creer que la alternancia
partidaria va a resolver el problema.
Por eso se hace necesario definir qué es un narcoestado. Justamente para evitar estos tropiezos explicatorios.
Narcoestado es
más que una mera consigna empuñada al vapor del ciclo de protestas en
curso. Hay quienes piensan que se trata de un neologismo con un alcance
sólo panfletario. La propuesta, no obstante, es que el término tiene un
valor conceptual. Y que por consiguiente connota y denota algo preciso,
concreto.
Narcoestado es más que un maridaje histórico
entre el narcotráfico y el Estado. De hecho, no existe un Estado que se
pueda sustraer de esta unión con la criminalidad, o con los ilegalismos
que engloba el concepto de “narco”. El narcoestado es algo más que esa relación coyuntural o histórica entre crimen y Estado.
Lo que acá se plantea es que un narcoestado
es un modo específico de organización de la violencia y los intereses
dominantes. Y que estos intereses dominantes están orgánicamente
articulados a la criminalidad e ilegalidad. Es la organización de los
negocios criminales alrededor del Estado.
Cabe hacer algunas precisiones para entender esta ecuación.
Para situarnos en un terreno común, adviértase que un Estado es
básicamente una forma organizada de la violencia. Y que esa
organización de la violencia –el Estado– responde a los modos de una
clase dominante o un poder constituido. Es decir, el Estado es una
violencia al servicio de un poder.
En este sentido, un narcoestado
no puede ser llanamente un contubernio entre un partido político y las
redes del narcotráfico, como sugirieran algunos documentos como el
arriba citado. Tampoco se trata de un Estado donde el crimen organizado
tiene injerencia en los procesos y procedimientos de la administración
pública. Mucho menos se puede hablar de narcoestado ahí donde
ciertas empresas criminales cosechan réditos extraordinarios con el
tráfico de la droga. Para tal caso, todos los Estados serían narcoestados.
Por eso es preciso insistir en la especificidad de un narcoestado.
En suma, se trata de un Estado que impulsa ciertas políticas (e.g. la
guerra contra el narcotráfico) que suministran ex profeso una trama
legal e institucional en beneficio irrestricto de los negocios
criminales. Es el predominio categórico del binomio criminalidad
empresarial-violencia criminal en la trama de relaciones sociales
comprendidas en un Estado.
Por ejemplo, en México es
virtualmente imposible aspirar a un cargo de elección popular sin el
aval y el financiamiento de las organizaciones criminales. Lo cual
resulta cierto para todos los niveles de la cadena de mando político,
es decir, municipal, estatal o federal. Esto implica que el crimen
tenga control de la totalidad de las instituciones de Estado. Por eso
se dice que tenemos un narcoestado. Otro ejemplo lapidario es
la situación de los ministerios públicos o las instituciones
judiciales. Más de un agente ministerial ha confesado en encuentros con
periodistas, que la orden de “arriba” es desestimar los casos que
involucren personas desaparecidas a manos del crimen, y por
consiguiente tienen la instrucción de abortar cualquier seguimiento a
esas ocasiones de delito. Con ligeras variaciones en las diferentes
entidades federativas, el porcentaje de impunidad oscila entre el 98 y
el 100 por ciento. Esto no es un desafío del crimen al Estado: eso es
un Estado al servicio del crimen.
Para recapitular, cabe recordar lo sostenido en otra entrega: “Un narcoestado
es un Estado donde la institución dominante es la empresa criminal. Los
funcionarios de ese Estado están todos coludidos con el narco, pero no
por una cuestión de corruptelas personales o grupales, sino
sencillamente porque el narco es el patrón de ese Estado. La narcopolítica es la cría de los negocios criminales, creada por y para la empresa criminal. Y con los narcofuncionarios
, los patrones –la empresa criminal– ganan mucho más. En este sentido,
la impotencia o negligencia de las instituciones para perseguir a los
delincuentes es la ley natural de un narcoestado . El Estado es el brazo legalmente armado de la empresa criminal...” (http://lavoznet.blogspot.mx/2014/11/fin-al-narcoestado.html).
Resumidamente, el narcoestado
es la modalidad específica de organización de la violencia en México.
Desde luego que no es un Estado fallido: es un Estado criminal. La
guerra nunca fue contra las drogas o el narcotráfico. La guerra es una
política de Estado para organizar la violencia en beneficio de la
empresa criminal. Y el resultado de esa política es la configuración de
un narcoestado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario