Víctor M. Quintana (ALAI)
El 2014 marcó el fin del breve romance del presidente Enrique Peña Nieto con la clase política y una buena parte de la opinión pública nacional e internacional. El mismo día que inició su mandato, el 1 de diciembre de 2101, Peña Nieto lanzó el “Pacto por México” con una serie de compromisos reformistas, que suscribieron su propio partido, el PRI, y la oposición de derecha, el PAN, y el principal partido de izquierda en ese momento, el PRD. Al mismo tiempo anunció toda una serie de iniciativas de reforma para relanzar el crecimiento económico y reposicionar a México como una gran potencia emergente.
Con estos consensos iniciales, los medios nacionales e internacionales se pusieron eufóricos. Se habló entonces del “Mexico’s moment” y se veía al joven mandatario como un nuevo Carlos Salinas de Gortari, quien desmanteló lo que restaba del Estado surgido de la Revolución de 1910 e impuso a sangre y fuego varias generaciones de paquetes de ajuste estructural de la economía.
Durante todo 2013 y hasta la mitad de 2014, Peña y su partido desplegaron una verdadera blitzkrieg reformista, operando cambios a nivel constitucional y de leyes secundarias en áreas tan delicadas y antes tan intocables como la energía y los hidrocarburos, el sistema fiscal, la educación pública, las telecomunicaciones.
Sin embargo, la euforia por las reformas no se correspondió con un avance real en la tasa de crecimiento de la economía del país y con un abatimiento significativo en los índices de pobreza y desigualdad. Eso y una muy extendida oposición a la entrega de los hidrocarburos al extranjero empezaron a agrietar el proyecto de Peña Nieto y de los grandes oligopolios, nacionales y extranjeros que lo avalan.
Por otro lado, a la realidad pactista de la clase política se opone la realidad violenta de varios estados de la República donde el crimen organizado se ha convertido en un poder paralelo y ante la inacción o complicidad del Estado, la población civil se las ha ingeniado para protegerse formando grupos de policías comunitarios, como en el estado sureño de Guerrero o de autodefensas, como en el estado de Michoacán.
Esta realidad de violencia empezó a golpear fuerte al gobierno de Peña Nieto desde inicios de 2014 con la insurgencia abierta de las autodefensas michoacanas.
Pero el golpe más duro vino durante el otoño. En septiembre se reveló que el Ejército perpetró una masacre de 22 personas en el estado de México semanas antes. Y el 26, se dio el hecho que conmocionó a la opinión pública nacional e internacional: el asesinato de tres jóvenes y la desaparición forzada de otros 43, todos ellos estudiantes de la Escuela Normal Rural “Isidro Burgos”, de Ayotzinapa, Guerrero.
A pesar de que se inculpó y se detuvo, al alcalde de Iguala, en esa entidad, y a su esposa, a pesar de que tuvo que renunciar el gobernador Ángel Aguirre Rivero, los tres militantes del izquierdista PRD, a pesar de que hasta la fecha se han detenido a más de medio centenar de policías municipales supuestamente involucrados en esos hechos, no se ha encontrado a los 43 jóvenes –sólo se certificó que unos restos analizados pertenecen a uno de ellos- ni se ha explicado el móvil ni ubicado a los autores intelectuales de los delitos. Peor aún, nuevas investigaciones realizadas por medios independientes revelan la participación activa del Ejército y la Policía Federal en estos terribles hechos.
Este es el gran dato que la prensa internacional destaca y que revela la enorme interpenetración del crimen y el Estado. Ante esta tozuda y muy pesada realidad, Peña Nieto no ha podido sino balbucear un sobado y poco eficaz “decálogo” para combatir la delincuencia y la inseguridad.
Así, para la mayoría de la población, para las pocas personas que han tomado las armas para auto defenderse o que se han atrevido a denunciar, el Estado mexicano, no sólo está infiltrado, sino ha fracasado en el cumplimiento de sus deberes básicos para con el pueblo. En cambio, resulta tremendamente funcional para exonerar a los Salinas de Gortari, para encubrir a gobernadores corruptos, para larvar impunidades de policías y soldados que matan, desaparecen y aprehenden inocentes.
Pero no sólo es la realidad del Estado la que se ha deteriorado enormemente. Es el propio prestigio del presidente Peña Nieto. La revelación de que su esposa, la actriz de telenovelas Angélica Rivera adquirió dos residencias, una de ellas el denominado “Casa Blanca”, por un valor de cerca de 8 millones de dólares, el no haberlas incluido en su declaración patrimonial de inicio de mandato, permiten atisbar algo del inmenso mar de fondo del tráfico de influencias de esta nueva “pareja presidencial”. Todo se viene a reforzar con el hallazgo de otra lujosa residencia del gran amigo e intelectual de Peña, Luis Videgaray, Secretario de Hacienda, tampoco declarada al inicio de su gestión. Todos estos hechos con un común denominador: las residencias han sido cedidas o regaladas por la empresa consentida del sexenio: HIGA, beneficiaria de contrataciones de miles de millones de pesos desde cuando Peña era gobernador del Estado de México y ahora que se está licitando el Programa Nacional de Infraestructura.
Lo que parecía ser la estrella del gobierno peñanietista, su política económica basada en la premisa de privatizar los hidrocarburos y las telecomunicaciones para dinamizar la economía, está dañada en la línea de flotación por tres factores: la estrepitosa baja del precio internacional del crudo; la brusca devaluación del peso frente al dólar y la pérdida de credibilidad del gobierno mexicano ante los inversionistas extranjeros, dado el favoritismo por unas cuantas. Por eso terminamos el año con un crecimiento de apenas 1.9% casi 50% menos del prometido y seguimos siendo el penúltimo lugar de América Latina y el Caribe en cuanto a dinamismo económico. Se contrae en términos reales la economía, así como se contraen el poder adquisitivo del salario y el mercado interno, dejando a los milagros o “buena voluntad” de los mercados internacionales la posibilidad de aumentar y redistribuir la riqueza.
Lo que salva el año y ojalá también a este país fue la formidable respuesta ciudadana, el gran movimiento social que se ha generado en torno a los 43 de Ayotzinapa. Lleva ya tres meses de existencia y aun encierra muchas posibilidades inéditas de movilización, de convocatoria, de incorporación de muy diversos sectores sociales. Lo encabezan las familias de los normalistas desaparecidos y nuevos y muy diferentes liderazgos juveniles. Nunca antes había emergido un movimiento que a partir de un hecho, aparentemente local, pusiera en cuestión al Estado mexicano en su totalidad.
Además de este gran movimiento en México se han multiplicado las resistencias estos últimos años: desde el esfuerzo autonomista de Los caracoles, del EZLN en Chiapas, a la iniciativa encabezada por el obispo Raúl Vera para conformar un Nuevo Constituyente; desde las experiencias de policías y organizaciones comunitarias en Guerrero a los esfuerzos autogestionarios de los jóvenes y las múltiples luchas contra la minería a cielo abierto, sin olvidar las gestas ejemplares de las y los luchadores por los derechos humanos y de los siempre activos movimientos de mujeres. Si todo esto confluye, si suma fuerzas, si comparte sus “utopías minimalistas”, junto a las ruinas del Estado mexicano estará brotando un estado nacido desde abajo.
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