Navegaciones
Pedro Miguel
Alas 11 de la mañana, la dibujante Corinne Rey, Coco, interrumpió
su trabajo para recoger a su pequeña hija de una guardería cercana.
Cuando regresó, unos minutos más tarde, se topó en la puerta del
edificio con dos hombres encapuchados y armados con fusiles de asalto
que encañonaron a su niña y le exigieron que tecleara el código de
seguridad para abrir la puerta del inmueble. El resto es una pesadilla
ya conocida: los atacantes se dirigieron a la redacción del semanario Charlie Hebdo
y dispararon sobre quienes asistían a la junta de evaluación,
asegurándose de matar a los más connotados: el director, Stéphane
Charbonnier, Charb; los moneros Cabu (Jean Cabut); Georges Wolinski; Tignous (Bernard
Verlhac) y Philippe Honoré; los periodistas Bernard Maris, Michel
Renaud y Elsa Cayat. También asesinaron al guardaespaldas de Charb, Frank
Brinsolaro; al corrector Mustapha Ourad y al empleado de mantenimiento
Frédéric Boisseau, e hirieron a otras 11 personas. Metida bajo un
escritorio y abrazando a su pequeña, Coco escuchó el medio
centenar de disparos que dejaron sin su plana mayor al semanario. Los
agresores se dieron tiempo para salir del inmueble, dispararon unas
veces más a las ventanas de la redacción y enfilaron hacia el bulevar
Richard Lenoir, donde se enfrentaron con el policía Ahmed Merabet,
quien intentó detenerlos; le dispararon una descarga de Kalashnikov al
parabrisas y cuando el hombre, herido y fuera del vehículo, se retorcía
en el piso, lo remataron con calma.
La primera tentación después de un episodio semejante es refugiarse en el silencio porque, como escribía Kurt Vonnegut,
no hay nada inteligente que decir sobre una matanza; después de una carnicería sólo queda gente muerta que nada dice ni desea; todo queda silencioso para siempre. Solamente los pájaros cantan. ¿Y qué dicen los pájaros? Todo lo que se puede decir sobre una matanza; algo así como: ¿Pío-pío-pí?
Eso fue precisamente lo que dijeron en la mañana del martes, cuando
supe de la tragedia, los pájaros que acuden a mi ventana y los dejé
hablar, porque ya era bastante con la consternación por la muerte de
Julio Scherer. Y sin embargo, el intento de comprensión termina por
imponerse, y como la única manera de entender el mundo es escribiendo
acerca de él, brotaron estas notas.
Los asesinos actuaron fuera de cualquier sentimiento de humanidad,
más allá de toda ética y al margen del menor resquicio de pensamiento
racional. Se sintieron representantes de aquellos musulmanes a quienes
les duele la burla y el escarnio a sus creencias –que no han de ser
pocos– y tuvieron, eso sí, un par de aciertos: el primero fue reconocer
el enorme poder del humor y la sátira como armas en manos del
adversario, lo que explica que en sus cabezas intoxicadas haya fraguado
la determinación de exterminar a toda una redacción; el segundo fue
suponer que su acción criminal serviría de escarmiento a otras
publicaciones. En lo segundo estaban tan acertados que el mismo día de
la masacre diversos portales y periódicos del mundo cometieron la
enorme incongruencia de reproducir ilustraciones anteriormente
publicadas por Charlie Hebdo, pero censuradas parcialmente con recuadros negros o con el pixeleo de la imagen.
No hay justificación posible para tamaña barbarie, pero muchos
pensaron, al enterarse de ella, que las víctimas la propiciaron en
alguna medida con su irreverencia, su actitud regularmente sacrílega y
su obra provocadora.
A primera vista, y para quien se encuentra por primera vez con un ejemplar de Charlie Hebdo,
el humor allí plasmado parece fruto de una insolencia propia de
adolescentes malcriados: sus portadas golpean con monos simples y
precisos en los que se representa al presidente de Francia con el pito
de fuera; a un profeta Mahoma que le enseña las nalgas a la cámara; a
un Jesús crucificado que, ante la leyenda
quieren prohibir la cultura, se queja desde su cruz:
no me dejan aplaudir; o a la visión trasera del torso de una mujer desnuda, arrodillada y con las piernas abiertas, cuya parte inferior es señalada con una flecha que reza:
culo de judía.
¿Qué necesidad de llevar el humor hasta ese grado de ofensa a las creencias –seculares y religiosas– de los demás? ¿No es Charlie Hebdo una mera recopilación semanal de provocaciones extremas, pero pueriles y sin propósito?
Bueno, para empezar no se trata de adolescentes jugando. Cabu
y Georges Wolinski rebasaban los 70 años al momento de ser asesinados,
los otros andaban entre los 40 y los 50 y eran todos periodistas
fogueados. Ciertamente, le disparaban –es un decir– a todo lo que se
moviera, pero no lo hacían para vender más ejemplares ni para
divertirse a costillas del prójimo. Pertenecen a la vieja tradición
satírica francesa, que es una de las cosas más serias del mundo, y
actuaban con base en convicciones sólidas y bien construidas. Creían,
sobre todo, en el deber de defender la libertad de expresión y lo
hicieron con los instrumentos que dominaban.
¿Y no es la libertad de expresión un hecho consumado en el viejo
continente? Pues no tanto: en España se han destruido periódicos
nacionalistas vascos por el simple hecho de difundir opiniones que no
son del agrado de la clase política española, y hace unos años la
revista satírica Jueves fue multada por poner en su portada
una caricatura en la que se representaba en plena cópula a los ahora
reyes Felipe y Letizia; los gobiernos de la Unión Europea se aliaron
sin rubor para perseguir a Wikileaks, a Julian Assange y a
Edward Snowden, y en ese afán llegaron incluso a secuestrar el avión
presidencial de Bolivia, con todo y el presidente a bordo. Eso, por no
hablar de los periodistas árabes asesinados por Estados Unidos y sus
aliados en Irak bajo la cobertura de las
bajas colaterales.
En el otro extremo, el fundamentalismo islámico, tan intolerante
como cualquier otro, se ha hecho presente en Europa y ha empezado a
exigir el derecho aberrante de normar la vida, la lengua, la pluma y el
pincel de los demás. Al margen de las organizaciones musulmanas
formales –que no fueron más allá de una civilizada demanda judicial
contra Charlie Hebdo–, en algunos bajos mundos de la
militancia integrista se gestaron amenazas y ataques graves; en 2011,
por ejemplo, la sede de la revista fue incendiada con bombas molotov, y
desde entonces se ordenó protección policial para su redacción y para
su director.
No existe el ejercicio periodístico exento de riesgo –así sea el
riesgo siempre subestimado de hacer el ridículo– y no hay medio ni
informador que no haga sus propios cálculos: a veces, por mera
supervivencia, es conveniente escurrir el bulto ante el golpe inminente
y hay ocasiones en que el mejor reflejo defensivo es pasar al ataque.
No hay reglas: el cálculo es único en cada medio y en cada periodista,
intransferible y plenamente respetable en cada caso. Estoy seguro de
que los directivos y colaboradores de Charlie Hebdo hicieron
su propio análisis y que, contra lo que pudiera parecer, sopesaron
cuidadosamente cada trazo y cada palabra que publicaban. Y creo que se
equivocaron porque no buscaban el martirio y, a diferencia de sus
verdugos, amaban la vida.
Los asesinos, en cambio, no calcularon nada de nada, por más que
hayan planificado meticulosamente la operación de exterminio. Su acción
fue una puñalada dolorosísima contra la libertad de la irreverencia y
la blasfemia, pero es también un favor inconmensurable a los racistas
islamófobos de Francia, a los halcones belicistas de
Washington y Bruselas, a los fabricantes de armas y a todos los
poderosos de Occidente que desean matenener a las sociedades musulmanas
en condiciones de inferioridad, saqueo, opresión y servidumbre.
Twitter: @Navegaciones
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