Ayotzinapa tiene múltiples niveles de significación. Por ahora, y con el objeto de dar respuesta a la pregunta que da título al presente artículo, acá se acota el tratamiento de ese acontecimiento histórico al significado específicamente político en tres escalas geográficas, a saber: el local (Guerrero), el nacional (México) y el continental (América).
Es alentador observar que las acartonadas lecturas academicistas están cada vez más agotadas, y que los diagnósticos o análisis más exactos, teóricamente relevantes, tienen predominio en los foros de información, en los espacios de comunicación ciudadanos, en las multitudinarias protestas, en las redes sociales en Internet. A diferencia de otras ocasiones de tragedia análogas, en esta oportunidad los académicos e intelectuales a sueldo, la prensa oficialista y los medios de comunicación masiva fracasaron en su habitual empeño de imponer la versión falsaria del Estado. Para quien no había reparado, adviértase que este es un signo de debilidad del poder.
Cabe hacer notar que el tema de la guerra y violencia en América Latina sigue básicamente tres tesituras: uno –acaso la interpretación dominante–, que el conflicto es resultado de una confrontación entre las propias organizaciones criminales o grupos armados irregulares, o bien, entre éstas y el Estado en aras de un control de territorios, rutas comerciales y soberanías; dos, que el escenario belicista está ligado a ciertas estrategias institucionales y políticas de Estado fallidas o accidentadamente aplicadas para el combate al crimen o la droga; y tres –explicación que felizmente gana terreno–, que el desencadenamiento de la violencia no responde a un asunto de traumatismos externos o estrategias institucionales fallidas, sino que es consustancial a la naturaleza militar de las políticas de Estado, a la trama de los procesos e intereses dominantes en América Latina y el hemisferio. La consigna “Ayotzinapa fue el Estado” condensa el sentido de esta lección histórica.
Esta última interpretación, aunque crecientemente aceptada, aún se encuentra en un estado teórico incipiente, y su alcance en la arena política todavía es restringido. No pocos periodistas avanzan en la documentación empírica de las contradicciones que encierra el presunto antagonismo Estado-crimen. Es probable, y naturalmente deseable, que la fundamentación teórica de este asunto crucial avance con el rigor e insistencia que demanda la emergencia nacional.
Por ahora sólo cabe rastrear el significado y alcance político de la masacre en Iguala y la desaparición de los 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa en el estado de Guerrero. Nótese que Ayotzinapa se aborda acá como un “acontecimiento”, en el sentido histórico del término, es decir, una ruptura con ciertos procedimientos rutinarios, y por consiguiente, un hecho que transgrede sustantivamente la realidad o las realidades que gravitan alrededor de esta fractura histórica.
Ayotzinapa es la otra historia de Guerrero
Guerrero es una entidad atravesada por las más agravantes contradicciones. Cerca del 70 por ciento de la población guerrerense vive en situación de pobreza. Las tasas anuales de crecimiento en el estado a menudo están debajo de la media nacional, que para una entidad tan profundamente desigual este estancamiento económico se traduce necesariamente en miseria crónica. Pero Guerrero también es sede de una de las industrias turísticas más prósperas del país, el principal destino de recreación de las clases medias-altas durante la segunda mitad el siglo XX. También es un territorio rico en recursos naturales. El estado está gobernado fácticamente por empresarios del ramo turístico, compañías extractivas foráneas, y poderosos cárteles de la droga. La situación social de Guerrero cambió poco en un siglo. El recrudecimiento de la violencia asociada al narcotráfico y el empoderamiento de las empresas criminales es acaso la novedad más visible.
Guerrero es un estado con dos historias radicalmente reñidas: por un lado, la historia oficial de los caciques y capitales nacionales e internacionales, los megaproyectos turísticos e incursiones de las mineras canadienses o estadounidenses; y por otro, la historia confidencial, la otra historia, la de la clandestinidad de la resistencia popular, la desobediencia civil, la de la disidencia política reprimida con especial virulencia por el Estado mexicano. Ayotzinapa es una bisagra en el cruce de estas dos historias.
La toma masiva de ayuntamientos en Guerrero por parte de distintas organizaciones sociales reunidas en la Asamblea Nacional Popular, en clara respuesta a los hechos criminales del 26 de septiembre de 2014, y en radical desconocimiento de los poderes públicos formales, representa el ascenso a la superficie de esa historia oculta, de esa otra realidad, que paradójicamente es la realidad dominante de Guerrero.
En los cálculos del Estado, Ayotzinapa debía formar parte de la historia no oficial o subterránea. Pero esta siniestra normalidad no prevaleció. Ayotzinapa es la posibilidad de recuperar esa otra historia eclipsada por el bandidaje de los negocios involucrados en territorio guerrerense, y poner esa tradición de resistencia al servicio de las luchas en curso. Con Ayotzinapa, la rica historia de resistencia en Guerrero se eleva a rango de patrimonio de la resistencia global.
Guerrero es todo el territorio nacional
Ayotzinapa encendió “la llama de la insurrección”. La crispación social se extendió a toda la geografía nacional. “Todos somos Ayotzinapa”, reza la leyenda. México se miró en un espejo aquel 26 de septiembre de 2014. Tlatlaya y Ayotzinapa pusieron al desnudo la vocación criminal de las fuerzas armadas, y la complicidad de los mandos civiles en la comisión de delitos de lesa humanidad. La actuación de las autoridades públicas se reduce al encubrimiento de las operaciones delictuosas del Ejército y las policías, y al suministro de protección e impunidad para el crimen organizado. Después de Ayotzinapa, el país acabó de cobrar conciencia de una realidad inexpugnable: que el Estado está en guerra contra la población civil, y al servicio del crimen; que Guerrero es todo el territorio nacional, y que el narcoestado es la cifra dominante de ese territorio nacional.
En relación con ese reconocimiento de maridaje entre el Estado y el crimen, en otra ocasión se dijo: “Es preciso insistir en la especificidad de un narcoestado. En suma, se trata de un Estado que impulsa ciertas políticas (e.g. la guerra contra el narcotráfico) que suministran ex profeso una trama legal e institucional en beneficio irrestricto de los negocios criminales. Es el predominio categórico del binomio criminalidad empresarial-violencia criminal en la trama de relaciones sociales comprendidas en un Estado… en México es virtualmente imposible aspirar a un cargo de elección popular sin el aval y el financiamiento de las organizaciones criminales. Lo cual resulta cierto para todos los niveles de la cadena de mando político, es decir, municipal, estatal o federal. Esto implica que el crimen tenga control de la totalidad de las instituciones de Estado. Por eso se dice que tenemos un narcoestado. Otro ejemplo lapidario es la situación de los ministerios públicos o las instituciones judiciales. Más de un agente ministerial ha confesado en encuentros con periodistas, que la orden de “arriba” es desestimar los casos que involucren personas desaparecidas a manos del crimen, y por consiguiente tienen la instrucción de abortar cualquier seguimiento a esas ocasiones de delito. Con ligeras variaciones en las diferentes entidades federativas, el porcentaje de impunidad oscila entre el 98 y el 100 por ciento. Esto no es un desafío del crimen al Estado: eso es un Estado al servicio del crimen” (http://lavoznet.blogspot.com/2014/12/que-es-un-narcoestado.html).
La identificación del enemigo en México es una avance mayúsculo.
Ayotzinapa o la virulencia de Monroe
La guerra contra el narcotráfico tiene costos humanos inenarrables. A la pregunta de por qué es importante Ayotzinapa para los países al sur de México, la respuesta es casi una obviedad: si Colombia fue un laboratorio de la militarización con base en la narcoguerra, México es la confirmación del terror, la violencia, el pillaje, el ultraje de soberanías, la destrucción de culturas y comunidades que provoca la importación de esas políticas o la incursión gratuita en escenarios belicistas. Ayotzinapa representa el más vivo argumento en contra de la estúpida guerra contra el narcotráfico. Esa guerra es una guerra de ocupación y contra las sociedades domésticas. Ningún interés, proyecto o agenda justifica la instrumentación de la guerra contra las drogas. Tras Ayotzinapa, esta es una enseñanza que América Latina nunca debe olvidar.
Hacia el norte del país, el significado de Ayotzinapa no es tan distinto. Se expuso en la entrega anterior: “…se puede concluir que la gestión militarizada de los asuntos públicos y el control criminal de las poblaciones, ejes torales del TLCAN-NAFTA, se traducen en terrorismo de Estado. Y que la solución militar a los problemas sociales es terrorismo”.
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