La libertad de prensa debe alcanzar para controlar lo que hacen nuestros gobernantes, de modo que se generen ciertos equilibrios de poder.
lasillarota.com
¿Qué
pasaría en México si un caricaturista decidiera mofarse de la Virgen de
Guadalupe mediante una viñeta sexualmente explícita? ¿Qué sucedería con
un dibujante que en Alemania se riera de los millones de judíos
asesinados en el holocausto producido por la locura nazi? ¿Qué tanta
tolerancia habría en Estados Unidos para un cómico que hiciera chistes
burlándose de los afroamericanos?
Todas esas preguntas y muchas otras similares que se podrían hacer
nos interrogan sobre la libertad de expresión y sus límites, sobre lo
que es admisible o no admisible en el seno de sociedades plurales y
democráticas, sobre lo que tenemos derecho a leer, ver y escuchar. En
México se trata de un tema que ha sido poco atendido y sobre el que no
abundan las referencias académicas y jurisprudenciales, pero que tiene
una relevancia enorme.
Los atentados en contra de la revista Charlie Hebdo son
inadmisibles. Sus perpetradores eran unos viles asesinos, fanáticos y
extremistas cuyos actos no tienen justificación posible. Nunca, bajo
ninguna circunstancia, se puede hacer frente al ejercicio de una
libertad expresiva mediante la violencia de las balas. Jamás.
Pero a la luz de la contundente respuesta de la sociedad francesa a
los atentados en París, lo que sí tiene sentido es preguntarse por los
límites de la libertad de expresión y sobre lo mucho que les interesa a
los regímenes democráticos contar con esa libertad.
Empecemos por dejar clara una cosa: la libertad de expresión tiene
límites, como casi cualquier otro derecho humano. No se puede utilizar
la libertad de expresión por ejemplo para proferir amenazas, para subir
a internet las instrucciones para fabricar bombas atómicas o para
adoctrinar desde un púlpito universitario a los alumnos en defensa del
racismo o de actos genocidas. Nada de eso es admisible.
Ahora bien, cuando se trata de criticar lo que se hace desde los
poderes públicos, la regla general debe ser la libertad más amplia para
quien se expresa. Solamente mediante dicha libertad se puede construir
un debate público sustantivo. Por eso es que a muchos de nosotros nos
parece inadmisible que en el marco de una campaña electoral no se
puedan lanzar mensajes negativos (la llamada “publicidad negativa”), ya
que de esa forma se impide un debate de fondo sobre las capacidades e
incapacidades de quienes aspiran a un cargo público representativo. La
posibilidad de criticar forma parte esencial de la libertad de
expresión, sobre todo cuando se trata de una campaña electoral en la
que los ciudadanos necesitan saber quiénes son las personas que quieren
representarnos.
La libertad de prensa debe alcanzar para controlar lo que hacen
nuestros gobernantes, de modo que se generen ciertos equilibrios de
poder. Todo gobernante que actúe en la opacidad y bajo las reglas del
secretismo es seguro que va a terminar abusando de los ciudadanos, como
lo comprueba perfectamente la historia de México.
Desde luego, la libertad de expresión y de prensa debe ser
respetuosa de otros derechos fundamentales, como el derecho a la vida
privada, el derecho a la intimidad personal y familiar, el derecho a la
no discriminación, etcétera. Se debe construir un delicado equilibrio
entre todos los derechos, de forma que el ejercicio de unos no afecte a
los demás. No es una tarea fácil, pero resulta indispensable si
queremos vivir en una verdadera democracia constitucional.
Como quiera que sea, lo cierto es que no cabe imaginar hoy en día un
régimen democrático sin libertad de expresión. El ejercicio pleno de
dicha libertad es un síntoma de vitalidad democrática que a todos nos
interesa mantener y fomentar. Hay que recordarlo siempre.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario