Lo que para muchos
fue un triunfo de la comunidad y la autonomía universitaria resultó más
bien la victoria de viejas prácticas autoritarias y negociaciones entre
unos cuantos. Encandilados con la misión de impedir que el candidato de
Los Pinos, Sergio Alcocer, muchos universitarios respiraron aliviados
cuando el ungido fue Enrique Garue Wiechers. Empero el mecanismo de
elección tiene más en común con los cónclaves en El Vaticano para
nombrar un nuevo dirigente, que a la sucesión de una institución
superior en el seno de una sociedad que aspira a la democracia.
Resulta por demás incongruente que la institución de educación superior
más importante del país siga siendo manejada por quince notables
integrantes de la Junta de Gobierno, en lugar de poner en práctica
mecanismos que hagan posible la participación efectiva de la comunidad
universitaria. ¿Cómo arribar a una sociedad democrática si los futuros
profesionistas son educados en un ambiente de autoritarismo, corrupción y
negociaciones en lo oscurito? La UNAM sin duda representa un espacio
privilegiado de discusión y producción de conocimiento pero, al mismo
tiempo, un territorio controlado por unos cuantos grupos atrincherados
en diversas facultades y, sobre todo, en los altos puestos de la
burocracia universitaria.
Para nadie es un secreto que la UNAM
ha sido controlada por décadas por una minoría que se alterna en los
puestos directivos, manteniendo una legislación universitaria que ya no
corresponde a la realidad nacional. Estrenada el 6 de enero de 1945, la
Ley Orgánica respondió en su momento a una realidad política
monopolizada por el partido del estado y que no concebía a la educación
superior más que como un espacio de formación de cuadros afines a las
instituciones posrevolucionarias. Por lo anterior, no se concebía una
universidad abierta efectivamente a las mayorías sino un espacio para la
educación de las élites, emulando al sistema político de la época.
La llegada del tercer egresado de la facultad de Medicina de manera
consecutiva a la rectoría -después de Juan Ramón de la Fuente y José
Narro- evidencia el enorme poder de dicha facultad. De los catorce
rectores nombrados después de 1946, siete han sido egresados de medicina
(Zubirán, Chávez, Soberón, Rivero, de la Fuente, Narro y Graue), tres
de ingeniería (Carrillo, Barros Sierra, Barnés), dos de derecho (Garrido
y Carpizo), uno de biología (Sarukhan) y otro de sociología (González
Casanova). De las 115 carreras que ofrece la UNAM sólo cinco han tenido
el honor de contar con al menos un egresado ocupando la rectoría. Si a
esto se agrega que la UNAM cuenta con más de 300 mil alumnos, casi 40
mil profesores –de los cuales cerca de 12 mil son de tiempo completo-
resulta grotesco que sólo quince gocen del privilegio para elegir al
rector.
El doctor Enrique Graue posee sin duda un perfil
sobresaliente en términos académicos y de investigación y ha declarado
que el aumento de cuotas es un tema superado, lo cual honra el espíritu
del artículo tres constitucional. Pero también dejó en claro que no
tolerará la intromisión de los partidos políticos en la universidad y
que la autonomía no significa extraterritorialidad. Todo bien, a no ser
porque ratifica una vieja creencia universitaria, muy cómoda para los
pocos que controlan la universidad: la neutralidad política. Dicho de
otro modo, sólo la élite académica puede hacer política; el resto de la
comunidad no.
El tabú de la praxis política al interior de la
universidad excluye a la inmensa mayoría de su comunidad para participar
en los asuntos clave de la vida universitaria. La élite universitaria
ha demostrado una y otra vez que no es inmune al canto de las sirenas
proveniente del gobierno federal. Más de uno ha saltado de la rectoría a
una secretaría de estado, por lo que cuesta trabajo creer que no es en
pago a su sometimiento a la presidencia de la república. Y es
precisamente el mantenimiento de ése tabú lo que ha sostenido el
mecanismo antidemocrático de sucesión hasta nuestros días. ¿Cómo es
posible que, si los estudiantes universitarios son ciudadanos con plenos
derechos y pueden votar y ser votados, al interior de la universidad
sean tratados como menores de edad? La respuesta común es patética: es
que los estudiantes son fácilmente manipulables. ¿Y acaso no lo son los
millones de votantes quienes, manipulados por medios de comunicación o
por los ‘programas sociales’ votan por el mejor postor para formar
gobiernos?
Pensar que la educación debe mantenerse ajena a la
confrontación de proyectos e ideas diferentes es simplemente negar su
naturaleza social y política. Todo lo que gira alrededor de la
producción y reproducción del conocimiento es eminentemente político por
ser fuente de conflicto. En una sociedad diversa y plural, la discusión
acerca de qué, cómo, cuando, por qué y donde aprender debe ser abordada
en el espacio público y no en las oficinas de la secretaría de
educación o para el caso, en una mesa con quince notables. La educación
es un asunto de todos.
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