Y es quizá esa inmensa imposibilidad de “saberlo todo del otro”, la que los arrastra hacia la piel cada vez.
lasillarota.com
“Poco sé de la noche
pero la noche parece saber de mí,
y más aún, me asiste como si me quisiera…”:
Alejandra Pizarnik.
“Te cuento”, le dice Cayetana, “allá afuera está el mundo”. Se lo
murmura al oído mientras él duerme. “Acá es Alakamanda. Nuestra isla
secreta. Nuestra selva. Nuestro escondite debajo de ocho edredones y dos
frazadas”. “Me he vuelto tan friolenta por las noches”, dijo un día en
una comida con sus amigas. Ellas no quisieron que pasara fríos y los
edredones se fueron acumulando. Las amigas y los edredones tienen tanto
de ese indispensable abrazo materno. La frazada se la regaló su mamá.
Durante el verano echa a un lado los edredones. No los retira de la
cama. Una nunca sabe en qué momento puede desatarse un frente frío, una
tormenta de nieve, un sueño que te lleve en pijama de algodón hasta la
Patagonia Austral. La vida tiene tanto de imprevisible, y congelarse
casi nunca es la mejor opción. Ni para el cuerpo, ni para el alma.
A como avanza el otoño, dormir se convierte en un ritual de
inmersión. “¿En qué nivel de edredón te encuentro?”, pregunta él. No es
–mirada de cerca- una pregunta menor. Cayetana piensa en ese asunto de
la intimidad y la analogía con las capas de la cebolla. Con los
edredones. “¿En qué nivel de edredón te encuentro?” ha llegado a ser –a
través del tiempo- una pregunta fundamental entre ellos.
“Te cuento”, le dice Cayetana, “ahora que duermes. Ahora que viajas
por espacios que no imagino ni conozco. Ahora que te abandonas en un
lugar entre el hombre mayor y el niño. Entre la fuerza de tus brazos y
la fragilidad de una sonrisa involuntaria. Te cuento como te voy
queriendo. Como intento aprehenderte. Como es complejo intentar
aprehenderte para saber un poco de ti, sin nunca asumir que ya sé”.
Es un equilibrio delicado en el amor: conocerse y saberse
desconocidos. Intimar y respetarse ajenos. Visitar los jardines secretos
del otro y aceptar que en cada quien hay cantidad de jardines secretos
con sus laberintos y sus códigos particulares y sus escrituras secretas.
Ella hace trampa cuando le habla a él en sus sueños: lo espía. Lo espía
como si estuviera al borde de una revelación. Es necesario hablar muy
bajito, un asunto de murmullos: “tienes dos años y viajas en un barco
con tus padres y tu hermana. Tienes dos años y es el exilio. La huida.
Vienen a México. Si me concentro casi puedo escucharlos. Hablan una
lengua que no entiendo”.
El aduanero Rousseau.
Una foto de él rodeado de niños en el barco. Esa historia es de él y
no suya. Evitar la fusión-con/fusión. Sabe que nunca va a saber ¿cómo
era esa brisa? ¿ese miedo? ¿ese barco? Nunca va a saber y se rebela.
Quisiera lograr lo inaceptable y lo imposible: comérselo. No se
avergüenza demasiado porque en algún lugar él quiere lo mismo con ella:
comérsela. No es racional, ni elegante, ni bonito. Es un deseo como de
australopitecus. Dicen que la humanidad ha avanzado desde entonces. Y
sin embargo.
Y es quizá esa inmensa imposibilidad de “saberlo todo del otro”, la
que los arrastra hacia la piel cada vez. La raíz de un deseo de
encontrarse debajo de ocho edredones y una frazada. Hacerlos volar, no
sin dificultad, porque pesan. Valga la metáfora. Es esa escena: mirar
su cuerpo desnudo en la penumbra arrojando edredones por la borda. Hay
una promesa de fusión. Hay una promesa del instante Absoluto. Con
mayúsculas.
Todo es tan verdadero y tan imposible, tan real y tan imaginario.
Nadie se desliza en el inconsciente de nadie porque le hable mientras
duerme. ¿Y acaso sería noble y legítimo? Nadie en sus cinco sentidos se
come a nadie. Es más, qué anhelo tan delirante. Les digo peor y no las
traigo nuevas: el Absoluto no existe. Él tiene 15 años y regresa hacia
su lengua de origen. Es un segundo exilio. Estuvieron en el mismo país a
los mismos 15 años y no se encontraron. Muy desafortunado. “Nuestros
quince años no sucedieron en el mismo año”, dice él. A veces le da por
ser un espíritu práctico. “Qué dato tan irrelevante”. “¿Tú crees?”. “Lo
creo”.
Hay algo que él le ha enseñado y no lo sabe, un inmenso regalo: una
tiene derecho a sus pasiones, a sus exilios interiores, a sus más
descabellados imaginarios. No es que ella no lo supiera por sí misma, es
que es una delicia que además, te lo regalen. Hablan en lenguas.
Incluido el polaco que es un idioma que desconocen ambos. Él tiene 29
años y regresa a México, se enamora, se casa. “¿Cómo pudiste
traicionarme?” dice Cayetana catastrófica, y lo abraza y le lame una
oreja, y lo tortura jalándole los vellitos del pecho con los dientes.
“Tú también me traicionaste a mí. Más de una vez”.
“¿Te mueres de celos?”. “Me muero de celos”. ¿Sientes que se te sume
el estómago y rechinas los dientes y te deslizas en un agujero dudoso, y
se te corta el aliento y viajas en segundos hasta el más remoto de
todititos tus abandonos”. “Todo eso, sí. Eso siento”. “Pues te voy a
acariciar como si fueras otro que no conozco. Para que padezcas más.
Para que padezcas muchísimo”. “Sólo si tú también padeces muchísimo”.
“Te lo prometo”. “Y después vamos a ser tú y yo”. “Sí. Es lo más
probable. Tú y yo con el paseo a la cineteca, la lista del súper y unos
tamales oaxaqueños para cenar”. “Vino blanco para ti y tinto para mí”.
“Tal cual, ¿ves? Es inevitable. Cada vez nos volvemos a separar”.
Él tiene cuarenta años y está solo. “¿Por qué no me buscaste?”. “¿En
una prepa de monjas en Tabasco?”. “¿Qué tenía de complicado?”. Le gusta
cuando se ríe. Cayetana se siente tan contenta cuando él se ríe y
después la mira fijo como con una cierta nostalgia. Tampoco la buscó
cuando tuvo cincuenta años. Ni sesenta. Ni algunitos más. Hallábase
ocupadísimo el muy desgraciado. Ella también, es cierto. Pero no es cosa
de andar ni de comprensiva, ni de recíproca. Se desconoce: se ha vuelto
posesiva, arbitraria, celosa y peleonerita. A veces le da tantita pena.
Pero muy poquita. “No es la primera vez que te encuentras un
amante-padre”, le dice Ana. “No, querida, pero sí es la más lograda”.
Se encontraron un 31 de diciembre en una vinatería llenando sus
canastas para sus respectivos festejos. Nunca antes, a pesar de haber
vivido a quince minutos el uno del otro desde hacía ya años. Este último
dato geográfico pertenece a la realidad más real. “¿Prefiere el vino
blanco?”, dijo él. “Ajá” dijo ella. Y sí, haciéndose la interesante.
Como es una tímida que se finge temeraria, tiende a esa respuesta
ligeramente hystérique (que no es lo mismo que “histérica”, o sí, pero con pretensiones de glamour).
Tiene unos ojos tan bonitos ese señor en la vinatería. La mirada,
sobre todo. Son azules. Lo que le da al encuentro –para ella- su
toquecito incestuoso tan necesario.
Amamos con la memoria. Sobre todo. La sabida y la sin saber.
Conversaron. “¿Me imagino que ya tiene un plan para esta noche?” (que le
dice él). “Ninguno” (que le responde ella). Ambos allí vestidos de
fiesta –en toda evidencia- y con sus canastas. “Yo tampoco” (que le dice
él) “Qué casualidad tan casual” (que le dice ella). “Que causalidad tan
causal” (que le dice él). Se citaron una hora después en el kiosco de
Coyoacán. Que si el mantel, que si el sacacorchos, que si las copas.
“Tráelo a la casa, no puedes ir a cenar con un completo desconocido y
en una banca de parque, va a pensar que estás loca, puede ser un serial killer,
te vas a congelar. Avísale a tus hijos. Mantén el celular encendido”.
“Sí Anita. Gracias”. “¿Cómo puedes confiar así siendo tan desconfiada?”.
“Porque arrastra la r cuando habla”. “¿Cómo Cortázar?”. “Muy parecido”.
“Siendo así”. “Ajá”. “Dice mi marido que en un episodio de Criminal mind el
protagonista arrastraba la r al hablar, como en francés”. “Ah, no es la
misma persona, él arrastra la r como en alemán”. “Siendo así”.
“Te cuento”, le dice Cayetana mientras él duerme, "hemos recorrido
tantas calles de Alakamanda. ¿Lo sabes? Desde ese kiosco en Coyoacán que
era un kiosco en todas tus ciudades y en todas las mías. Te cuento, que
quiero el Absoluto y ni un milímetro menos y que aprovecho ahora que
duermes y porque te quiero a como te quiero, para sorberte los sesos y
el corazón y las orejas y el ombligo y cada dedito de cada pie. Y el
resto. Sin retención, ni corrección política alguna, ni clemencia, y
todo lo anterior como una loca desquiciada sin techo ni ley”.
Gruñiditos. “Nunca conocí a una mujer a la que le gustara tanto
aterrorizarme”. “Así soy yo-le murmura en la orejita- agreste, y
patibularia”. “¿En qué nivel de edredones se cumplen tus amenazas?”.
Cayetana se quedó pensando: en el de la dependencia amorosa, la
fragilidad, lo indecible. La fusión momentánea, la separateidad
cotidiana. El deseo de un Absoluto que no existe ni con minúsculas. Las
ganas de hacerse bolita en esos brazos y que el mundo ruede ajeno y
distante allá afuera. “En el más delicado y en el más feroz”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario