Carlos Bonfil
La Jornada
A una semana de
concluida la entrega del Óscar, ese ritual que desde Hollywood nos
recuerda cada año que el cine que más cuenta en la taquilla mundial no
es el que soberanamente realizan las naciones que en él participan, sino
el que en dicha ceremonia obtiene su mayor certificación de calidad y
prestigio, vale la pena voltear ahora la mirada al cine que se sigue
haciendo en América Latina. Y la mejor manera de hacerlo es mediante
iniciativas como la Semana de Cine Brasileño que actualmente exhibe la
Cineteca Nacional. La colaboración entre embajadas, con el apoyo de
asociaciones como la de Amigos de los Museos e instituciones como la
Secretaría de Cultura de la Ciudad de México, permiten rescatar
producciones interesantes que muy a menudo no consiguen rebasar el
ámbito de los festivales de cine y llegar hasta la cartelera comercial, o
que al hacerlo tienen poca o nula difusión mediática.
Con todos sus altibajos, el cine brasileño se ha distinguido por su
diversidad temática y sus apuestas estilísticas, y por haber sabido
aprovechar un marco jurídico favorable a su producción y su distribución
dentro y fuera del país, algo que sigue siendo una asignatura pendiente
en un país como el nuestro, más ufano de poder hoy enriquecer al cine
hollywoodense con su exportación de talento mexicano. Una muestra de esa
variedad en las propuestas artísticas es el programa de seis
largometrajes que incluye los títulos Al otro lado del paraíso, de André Ristum; Ausencia, de Chico Teixeira; El maestro y Divino, de Tiago Campos Torres; Una segunda madre, de Anna Muylaert, y, de modo especial, el estupendo thriller El lobo detrás de la puerta, de Fernando Coimbra, y Hoy quiero volver solo, de Daniel Ribeiro.
Resulta irónico que en un momento en que los poderes fácticos del
conservadurismo moral y el fundamentalismo religioso promueven en
nuestra cartelera comercial la cinta Pink, de Francisco del Toro (Punto y aparte, 2002; Secretos de familia, 2009), se presente justamente en la semana de cine brasileño la cinta Hoy quiero volver solo, su contrapunto exacto. Contrastar así el discurso de intolerancia y menosprecio de Pink con
el alegato en favor del respeto humanista a las minorías sexuales,
equivale a comparar, en la actualidad política, la vigencia del estado
de derecho en Brasil con el imparable dominio de la corrupción y la
impunidad en el nuestro.
Lo que narra la cinta de Daniel Ribeiro no tiene nada de
particularmente novedoso o sorprendente, de no ser el escándalo que aún
puede provocar la expresión de ternura entre dos adolescentes varones en
un sector de la población aún dispuesto a condenar toda disidencia
sexual. Cuando por encima de todo, uno de los protagonistas de la cinta
resulta ser un joven invidente de nacimiento, las certidumbres morales
pierden totalmente el norte. ¿De qué manera Leonardo, el héroe ciego de
esta comedia romántica, ha podido trastornarse los demás sentidos y
corromperse el alma hasta terminar prefiriendo el afecto y la compañía
erótica de una persona de su mismo sexo? ¿Dónde quedaron los malos
ejemplos y las compañías corruptoras que con humor ramplón denuncia Pink, la cinta del señor del Toro? ¿Dónde el maleficio del matrimonio gay y los horrores de la adopción trastornadora?
Leonardo (Ghilherme Lobo) vive en la oscuridad completa,
sobreprotegido por unos padres bien intencionados que poco o nada
comprenden de su deseo de libertad y autonomía. Su única compañía y
confidente es Giovana (Tess Amorim), su incondicional y secreta
enamorada, hasta el momento en que aparece Gabriel (Fábio Audi), el
primer joven que le ofrece un trato tan igualitario que incluso llega a
olvidar, con reiterativa torpeza, que está hablando con un joven ciego.
Lo que sigue es una comedia de románticos desencuentros juveniles que de
no tener como protagonistas a un invidente homosexual y a sus
enamorados, muy pronto caería en la trivialidad o la rutina.
Daniel Ribeiro, director y autor del guión, evita sin embargo las
mayores trampas del género, lo mismo el exceso melodramático que la
sensiblería conmovida. Objeto de burla y de un bullying continuo
por parte de algunos de sus compañeros de clase, Leo jamás aparece como
una víctima lamentable, ni siquiera cuando a su discapacidad visual se
añade, para sorpresa general, su condición de paria sexual. La cinta
evita una última confrontación con sus padres, pues en el caso del joven
una salida de la oscuridad del clóset sería una ironía mayúscula, pero
cabe imaginar que lo que más interesa al director no es el drama
personal de quienes rodean a Leonardo, sino el paulatino y gozoso
descubrimiento que vive el joven de la posibilidad de una pasión amorosa
compartida. En el oscuro mundo de Leo no hay un sitio favorable para un
arraigo del pecado o de la culpa. El deseo erótico nace en él con toda
naturalidad y despojado de prejuicios. Y si el objeto de ese deseo
resulta ser un alma tan sensible como la suya, eso es algo fuera ya de
la comprensión de las visibles hipocresías de este mundo.
Hoy quiero volver solo se exhibe hoy y el próximo miércoles en la sala 10 de la Cineteca Nacional a las 18:30 y 20:30 horas, respectivamente.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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