Las acciones gubernamentales caminan por cuatro vías: la embestida de
la Procuraduría General de la República en contra del candidato de la
coalición Por México al Frente, Ricardo Anaya; la intensa propaganda
gubernamental realizada en el periodo de intercampañas; la propagación
del programa social Salario Rosa en los estados gobernados por el
tricolor y, finalmente, la defensa de la construcción del Nuevo
Aeropuerto Internacional de México (NAIM).
Es evidente que las cuatro intervenciones están coordinadas, pero
cada una tiene su propia lógica. Los ataques en contra de Anaya tienen
como principal objetivo desbancarlo del segundo lugar en las encuestas
de preferencia electoral para que desde esa posición Meade pueda
intentar rebasar a Andrés Manuel López Obrador.
Mientras tanto la campaña publicitaria pretende abrir un espacio para
que Meade pueda defender su oferta de darle continuidad a las acciones
del actual gobierno, pues el descontento popular es tal que su simple
vinculación con éste lo vuelve muy vulnerable. De allí que la campaña se
base en una manipulación clara de las cifras para tratar de construir
la percepción de que las cosas están mejor de lo que realmente están.
Esa fue la estrategia que siguió Meade como secretario de Desarrollo
Social, donde optó por cambiar el levantamiento de la encuesta realizada
por el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi) para que a
partir del mismo se pudiera abatir la pobreza; es la que se ha seguido
al variar el año base de los indicadores económicos, entre otros el del
PIB, para que las cifras le resulten más favorables a este gobierno.
Y ahora la repiten los promocionales vinculados al ámbito educativo,
según los cuales el número de jóvenes que atendió el sistema educativo
en el periodo 2012-2017 fue de 2 millones, mientras que el Anexo
Estadístico del Quinto Informe de Gobierno señala que fueron 1.1
millones, como aparece en el portal de Verificado 2018 y difundido en
proceso.com.mx.
La campaña publicitaria del gobierno debió terminar el 29 de marzo,
pues a partir del inicio de las campañas, el viernes 30 de marzo, por
ley se tiene que suspender absolutamente toda la propaganda
gubernamental, pero seguramente en algún momento de su campaña el
candidato de la coalición Todos por México recuperará las cuentas de la
misma o pretenderá montarse en los slogans oficiales para beneficiarse.
En el caso del Salario Rosa, también se aprovechó el periodo de
intercampañas para iniciar la implementación de ese programa social,
tanto en el Estado de México como en Coahuila, entidades donde la
distribución de las tarjetas fue una de las principales estrategias de
campaña y de compra del voto popular. Pero dada la efectividad de la
misma (Proceso 2158), los priistas decidieron extenderla a otros
estados, como en Campeche, donde el programa no fue parte de las
promesas del gobernador, Alejandro Moreno Cárdenas, aunque de cualquier
forma lo anunció el pasado 28 de marzo en un acto con la presencia del
secretario federal de Desarrollo Social, Eviel Pérez Magaña.
La lógica actual es replicar a nivel nacional estrategias similares;
es decir, la entrega de tarjetas electrónicas (como lo hicieron los
priistas en la elección presidencial de 2018 mediante Soriana), o
simulaciones de éstas (como se hicieron en el Estado de México en las
elecciones del año pasado). En otras palabras, la estrategia de compra y
coacción del voto para intentar revertir las desfavorables tendencias
electorales.
Y, finalmente, en el caso del NAIM intentan nuevamente recrear la
percepción de que López Obrador, el candidato puntero, impulsa
propuestas descabelladas que provocarían graves pérdidas a la economía
nacional y aislarían a México del resto del mundo por el desconocimiento
de los compromisos institucionales.
Hay varios precedentes de intromisiones gubernamentales en las
elecciones; sin embargo, los únicos que han tenido consecuencias son el
de Tabasco en el año 2000, en la sucesión de Roberto Madrazo, y el de
Colima, en 2003 y 2015, que han provocado la anulación de los
respectivos procesos electorales.
Sin embargo, en los dos casos en que las autoridades electorales han
reconocido la intromisión del presidente, éstas han encontrado alguna
razón para no sancionar. El primero fue en la sucesión presidencial de
2006, cuando el entonces presidente Vicente Fox primero impulsó el
procedimiento de desafuero del entonces jefe de Gobierno del Distrito
Federal, Andrés Manuel López Obrador, en su intento por sacarlo de la
boleta electoral. Y, posteriormente, Fox no tuvo empacho en entrometerse
abiertamente en el proceso a través de sus declaraciones y de las
campañas publicitarias del gobierno federal.
En el dictamen de calificación de la elección, la Sala Superior del
Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación reconoció la
intromisión foxista; sin embargo, consideró que ésta no puso en riesgo
la validez de la elección porque las autoridades electorales actuaron
oportunamente y la injerencia presidencial no incidió en forma
determinante en el resultado, a pesar de la diferencia de apenas 0.56%
entre el primero y el segundo lugares.
Posteriormente, en los procesos estatales de 2010, el entonces
presidente Felipe Calderón, bajo el pretexto de una aguda crisis de
inseguridad, solicitó una cadena nacional para abiertamente intentar
presumir los logros de su gobierno en esa materia. En esa ocasión, tanto
el entonces Instituto Federal Electoral como el Tribunal consideraron
que el mandatario sí había violado las disposiciones electorales; sin
embargo, no había posibilidad de aplicarle una sanción, por las
limitantes establecidas en el artículo 108 constitucional en el sentido
de que el presidente únicamente puede ser acusado por traición a la
patria y delitos graves del orden común.
Con esos precedentes Peña Nieto y su equipo confían en que pueden
intervenir impunemente en el actual proceso, y las estrategias
comentadas son simplemente el preludio de las estratagemas que
perpetrarán en su intento desesperado por retener la Presidencia de la
República.
Este análisis se publicó el 1 de abril de 2018 en la edición 2161 de la revista Proceso.
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