Emmanuel González-Ortega* y Elena R. Álvarez-Buylla**
El uso del herbicida glifosato ha aumentado exponencialmente a partir de la liberación comercial de los cultivos genéticamente modificados en 1996. En 2016 se contabilizaban 86.5 millones de hectáreas sembradas con transgénicos tolerantes a herbicidas. La liberación y proliferación mundial de los cultivos transgénicos se deben al poder económico y a las fuertes y tramposas campañas mediáticas de las corporaciones productoras y comercializadoras de estos cultivos: prometieron aumentar rendimientos, abatir el hambre en el mundo y disminuir el uso de tóxicos. Después de casi 30 años de las primeras liberaciones de estos cultivos, todas estas falsas promesas han quedado claramente desmentidas.
A la par, se han ido corroborando riesgos y peligros advertidos: persistencia de los agroquímicos asociados a los cultivos transgénicos en el ambiente (agua y suelos) y en los cuerpos de las personas, la no inocuidad de estos cultivos, la acumulación no deseada de construcciones transgénicas en los genomas de variedades nativas y la concentración cada vez mayor de semillas y territorios en manos de pocas empresas monopólicas.
Para generar cultivos tolerantes al glifosato en los laboratorios de ingeniería genética corporativos y también de los centros de investigación que hacen este tipo de desarrollos, se inserta en los cultivos una construcción quimérica que contiene el gen epsps (5-enolpiruvil-shikimato-3-fosfato sintasa), proveniente de la bacteria Agrobacterium tumefaciens, que codifica para la proteína capaz de metabolizar el glifosato, además de otras secuencias, como un promotor viral (35S), que favorece la expresión de la proteína bacteriana en todos los tejidos y momentos del desarrollo de la planta transgénica. Esta tecnología ha propiciado un uso desmedido del glifosato y el rompimiento de los equilibrios naturales en los agroecosistemas.
Entre otros, se ha producido un aumento drástico de especies vegetales silvestres que han evolucionado resistencia al glifosato y que se han vuelto supermalezas muy difíciles de manejar. Se han reportado 38 especies de este tipo de supermalezas en 37 países. En Estados Unidos (país que más hectáreas destina a la siembra de transgénicos) el control de las malezas resistentes a glifosato ha implicado una guerra sin cuartel y grandes costos para los productores. Algunos han demandado a las empresas de transgénicos por ello.
Hasta recientemente no se conocía con certeza el mecanismo por el cual algunas plantas adquieren la resistencia al glifosato, aunque la evolución de las malezas resistentes al glifosato se documentó hace ya casi 10 años. Un estudio reciente determinó que la resistencia a ese herbicida en una variedad de amaranto se debe a la amplificación de elementos genéticos fuera de los cromosomas; estos elementos contienen el gen de resistencia al glifosato y se reproducen autónomamente. Esto significa que, ante una presión selectiva fuerte y consistente (en este caso, la presencia del agrotóxico glifosato en el campo), las plantas evolucionaron un mecanismo de resistencia que implica la multiplicación hasta de 100 veces el gen de resistencia a glifosato. Las plantas con esta constitución genética son capaces de metabolizar el herbicida y multiplicarse sin control en los campos donde se ha rociado glifosato masivamente durante años. Cabe recordar que el glifosato fue clasificado como probable cancerígeno en humanos por la Organización Mundial de la Salud, y se encuentra en los alimentos que se consumen en México cotidiana y masivamente.
Los resultados de este estudio se habían vaticinado con base en modelos y datos científicos disponibles cuando se generaron y liberaron estas plantas transgénicas tolerantes al glifosato; eran pues obsoletas de inicio. Absurdamente, las corporaciones biotecnológicas insisten ahora con más de lo mismo: ofrecen nuevos cultivos transgénicos tolerantes a otros agroquímicos que son incluso más tóxicos que el glifosato, tales como 2,4-D (componente del agente naranja, de infausta memoria por haber sido rociado en la Guerra de Vietnam) o Dicamba. Esto ha generado ya calamidades ambientales y posibles impactos nocivos en salud en Estados Unidos: contaminación del agua y aire, la devastación de especies animales y vegetales, contaminación de los alimentos y la presencia de agroquímicos en los cuerpos de las personas.
El estudio antes comentado debe caer como losa a los tecnólogos y divulgadores científicos que promueven el sistema agrícola transgénico a sueldo e irreflexivamente. Es también un llamado de alarma más para los organismos internacionales y nacionales encargados de la bioseguridad (Cibiogem en México), que más bien operan en favor de las monopólicas empresas biotecnológicas del mundo.
Esperamos que este tipo de evidencias sean ya suficientes para aplicar el principio precautorio, evitando con ello impactos aún peores o incluso irreversibles en el ambiente y en la salud de todos. Este tipo de estudios también abonan a lo que otros han demostrado: no es posible la coexistencia entre la agrobiotecnología transgénica con la agroecología, que en países como el nuestro se hereda de antepasados mesoamericanos desde hace miles de años. Estas culturas milenarias nos brindaron una gran riqueza de saberes y variedades cultivadas que ¡están en peligro ante los transgénicos!
*Subdirección de Bioseguridad. Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático. Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad (UCCS)
**Instituto de Ecología / Centro de Ciencias de la Complejidad-UNAM, UCCS
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