Pedro Miguel
Por primera vez desde que Donald Trump cabalgó la carrera a la Casa Blanca montado en el antimexicanismo y el racismo más grotesco y mentiroso, el pasado jueves Enrique Peña Nieto emitió el discurso de dignidad que el país había venido reclamándole. No había para dónde hacerse: la decisión del magnate de usar una marcha pacífica de migrantes centroamericanos por el territorio mexicano como pretexto para militarizar la frontera común fue un agravio insoslayable, por desorbitado, una medida de transparente demagogia orientada a exacerbar a los sectores más atrasados de la sociedad estadunidense y consolidar o ganarse su preferencia electoral, así como una presión obvia para obtener concesiones en la renegociación del TLCAN. Por desgracia, las palabras no fueron seguidas por actos que las refrendaran. Era el momento perfecto para instruir a los representantes mexicanos que abandonaran tal renegociación, a la espera de circunstancias nacionales y bilaterales menos desventajosas para los intereses de México; se habría podido suspender o al menos poner en pausa la colaboración migratoria entre ambos países, al amparo de la cual el gobierno vecino mantiene en nuestro territorio todo un aparato de recolección de información y filtros previos para evitar la llegada de migrantes a la frontera común; se habría debido congelar las importaciones de armamento y de bienes y servicios de seguridad. Pero todo quedó en palabras y Trump ni siquiera se molestó en responderlas.
Otro elemento esperanzador de la alocución presidencial del 5 de abril fue el exhorto de Peña a la unidad nacional y su gesto de retomar frases de los cuatro candidatos presidenciales en la contienda electoral en curso para enviar un mensaje unitario y destacar el ánimo pacífico y constructivo que impera en el país respecto de la relación bilateral. El discurso de Peña habría podido ser el comienzo de la conformación de un consenso nacional básico que pusiera de lado las diferencias y rescatara los puntos en común para impulsar un consenso mínimo entre las distintas campañas electorales ante la verborrea ofensiva de Trump y evitar que se convirtieran en un factor adicional de división. Para ello habría sido necesario dejar fuera asuntos como las llamadas reformas estructurales, en las cuales están de acuerdo tres de los aspirantes presidenciales y que son cuestionadas por el puntero.
Pero un día después Peña acudió a la fiesta de cumpleaños de Salinas, en la cual se reunió lo más selecto de la oligarquía aún dominante y de sus diversas expresiones partidistas –PRI, PAN, PRD–, empresariales y corporativas. Es el grupo que tiene como aglutinante de coyuntura la determinación de impedir por todos los medios a su alcance el triunfo de López Obrador en las elecciones del próximo 1º de julio.
Por coincidencia o no, el discurso presidencial de ayer se colgó de la necesaria unidad nacional para defender la llamada reforma educativa, que es una de las acciones del actual gobierno que más división y polarización ha causado en la sociedad mexicana. Vaya, pues: o sea que la unidad nacional que quiere Peña pasa por hacerle tragar al magisterio democrático los agravios de su reforma. Eso suena más bien a una utilización facciosa y poco escrupulosa de los llamados a la unidad.
Por añadidura, ayer mismo trascendió que el estado mayor priísta prepara una nueva campaña para agitar el miedo como instrumento para allegarle sufragios al retrasado candidato oficialista, José Antonio Meade, en lo que constituye una redición de la guerra sucia con la que el gobierno de Fox y la campaña de Felipe Calderón intoxicaron a sectores de la opinión pública en 2006; el peligro para México, versión 2.0.
Peña había prometido mantenerse al margen de la batalla electoral y faltó a su promesa. Unos días más tarde de formulada, ya hacía campaña en favor de la inmutabilidad de sus reformas, lo que tenía como propósito evidente inducir el voto en favor de cualquiera de los dos aspirantes presidenciales que participaron en su incubación y que hasta ahora las defienden: Meade y Anaya. Después llamó a la unidad nacional frente a las insolencia de Trump y unas horas después ya orquestaba el llamado para profundizar las diferencias y ahondar las divisiones de la sociedad mexicana.
Es por cosas así que nunca se le ha podido creer. Lo más triste es que en esta circunstancia millones de personas habrían querido creerle.
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