Al campo mexicano se le
exigió entre 1940 y 1970 las tres contribuciones básicas de la
agricultura al desarrollo: divisas, bienes salario y mano de obra
barata. Cumplió con creces siendo un sostén crucial para el crecimiento
económico de México. A finales de los 60 el campo entró en una crisis de
reproducción de la economía campesina y poco después de la misma
producción de alimentos.
En los años 70 se intenta enfrentar esa crisis a partir de un enfoque
centrado en la expansión del intervencionismo estatal. La crisis de la
deuda y los mismos procesos de globalización y apertura comercial llevan
en los 90 a un enfoque cuyo énfasis mayor y casi único estuvo centrado
en el papel de los mercados.
Dado estos avatares parece legítimo preguntarse ¿qué tipo de campo
queremos? A juzgar por las políticas realmente puestas en marcha se
quería un campo que dejara de ser campo o dicho de otra forma un campo
que en términos de producto interno bruto, de población económicamente
activa y de población rural fuera marginal. Pero ello requería una
economía que creciera generando más empleos formales en los sectores
secundarios y terciarios y que los mercados funcionaran mejor sin
intervenciones del Estado.
Como sabemos esa visión fue contradicha por la realidad: el
crecimiento y el empleo formal no estuvieron a la par de las
predicciones de quienes consideraban que el mejor campo era un campo sin
campesinos. Y las crisis alimentaria de 2007-2008 puso en guardia a
quienes suponían que no se necesitaba producir alimentos internamente
porque siempre se podrían comprar a mejores precios en el mercado
internacional.
Las sociedades agrarias mexicanas están vivas, pero dañadas económica
y socialmente, acosadas por empresas mineras y megaproyectos, crimen
organizado y una burocracia corrupta y voraz. Sus fuentes de ingreso se
han modificado drásticamente. El ingreso no salarial asociado a la
producción agrícola se ha reducido. El salario por actividades no
agrícolas es la principal fuente de ingreso para todos, excepto los más
pobres, que dependen de las transferencias públicas. Para muchas
familias las remesas se han constituido en fuente decisiva de su
ingreso. La población rural no representa 20 por ciento del total de la
población, sino más de 35 por ciento de los más de 120 millones de
mexicanos.
Las sociedades agrarias mexicanas no son vestigios del pasado,
sino testimonios lacerantes de un presente injusto que las margina.
Pero podrían ser faros de un futuro de prosperidad inclusiva.
Hay dos caminos: el que se ha intentado aplicar con recurrencia, que
es desposeerlas de sus recursos o el que se podría transitar desde ahora
reconociendo su potencial productivo, su base cultural, sus redes
sociales de cooperación y solidaridad, y desde esa plataforma impulsar
el rescate del campo mexicano.
En el siguiente artículo sustentaré esta visión en datos y
explicaciones. Este no es un ejercicio individual, ya que parto de la
aportación que 15 expertos en temas rurales y medioambientales
cristalizan en un documento titulado Por una nueva sociedad rural,
firmado por Kirsten Appendini, Julia Carabias, Alfonso Cebreros, Max
Correa, Isabel Cruz, Jaime de la Mora, Enrique del Val, Margarita
Flores, Gustavo Gordillo, Sergio Madrid, Francisco Mayorga, Hector
Robles, José Sarukhan, John Scott y Antonio Yunez.
Este documento es resultado de una iniciativa de Centro
Latinoamericano para el Desarrollo Rural (Rimisp), con el apoyo del
Fondo Internacional para el Desarrollo Agrícola y la Fundación Ford.
El Rimisp es una red de articulación y generación de conocimiento
para el desarrollo de los territorios latinoamericanos. Su trabajo se
orienta a analizar las causas de las brechas territoriales en América
Latina, aportar en la elaboración de políticas públicas y en la
articulación de actores para un desarrollo territorial más equitativo.
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