Bailando en las tinieblas. Los
decorados de Suspiria: el maligno (Suspiria, 2018), la cinta más
reciente del siciliano Luca Guadagnino (Cegados por el sol, 2015;
Llámame por tu nombre, 2017), no pueden ser más sugerentes y certeros:
las lúgubres calles de un Berlín semidesierto a finales de la década de
los años setenta. De hecho este remake de Alarido (Suspiria, 1977), del
maestro del cine de horror italiano Dario Argento, se presenta como una
escenificación dancístico-teatral
en seis actos y un epílogo, ambientada en un Berlín dividido, con una duración de dos horas y media. Toda la acción transcurre en un espacio claustrofóbico, lo mismo una sala de ensayos de danza contemporánea que la garita en el muro berlinés o la desolación urbana con seres fantasmales o esa antesala del infierno en que transcurre el apoteósico aquelarre de las escenas culminantes. Todo es un escenario de horror meticulosamente diseñado para transformar a un grupo de jóvenes bailarinas bajo las órdenes de la imperiosa Madame Blanc (Tilda Swinton, camaleónica) en una rijosa asamblea de brujas vociferantes y desquiciadas. Más que un tributo al homónimo clásico gore de Dario Argento, la Suspiria de Guadagnino pareciera evocar el gran guiñol también setentero del inefable británico Ken Russell de Mahler, Lisztomanía o Los demonios.
A ese Berlín fassbinderiano de 1977, asolado doblemente por el
terrorismo ultraizquierdista de la Fracción del Ejército Rojo y por el
autoritarismo de estado que lo combate, llega desde su natal Ohio la
joven bailarina estadunidense Susie Bannion (Dakota Johnson) para
integrarse a la prestigiosa compañía de danza moderna de la matriarca
Helena Markos (de nuevo Tilda Swinton). En un solo instante de magnífica
inspiración coreográfica, Susie seduce a la maestra Blanc y remplaza a
Patricia (Chloë Grace Moretz), una bailarina desaparecida
misteriosamente luego de haber denunciado el lugar como un refugio de
brujas. Muy pronto descubre el espectador lo bien fundado de la denuncia
al advertir que en otro piso de la casa, la cautiva Patricia padece
torturas y deformaciones físicas al ritmo del baile endiablado de su
portentosa sustituta. De ahí en adelante los horrores se multiplican de
forma crecientemente desordenada y delirante, a veces con una genuina
inspiración artística, pero también con altas dosis de capricho
aleatorio y un gusto pronunciado por lo absurdo.
Los seis actos de esta comedia macabra de elaboración intelectual
manierista bien podían haberse condensado en tres segmentos dramáticos
mejor estructurados y sin digresiones como la del viejo sicólogo Jozef
Klemperer (interpretado por una Tilda Swinton maliciosamente maquillada y
travestida), transitando sin motivo aparente de un lado a otro del muro
de Berlín y también de una azarosa vocación detectivesca a una crisis
de conciencia cargada de culpas familiares e históricas. Una trama mejor
calibrada se habría volcado de lleno en el puro relato de horror
artificioso y paródico, a la vez divertido, que todo admirador del cine
de Dario Argento podría esperar de esta nueva versión. No faltaba para
ello ni la complicidad ni el talento de las actrices veteranas que con
visible gusto participan en la nueva cinta, desde las alemanas Angela
Winkler (El honor perdido de Katharina Blum, Schlöndorff, 1975) o Ingrid
Caven (El año de las trece lunas, Fassbinder, 1978), hasta la propia
Jessica Harper, protagonista en la Suspiria de Argento.
Lo interesante en el filme de Guadagnino es la aclimatación de la
figura femenina de aquel viejo cine de horror a la muy beligerante horda
de insumisas brujas posfeministas que hoy en día son la pesadilla de la
ultraderecha machista, de Trump a Bolsonaro hasta el casposo referente
español de un Vox emergente. Nada de esto es explícito en la cinta, por
supuesto, pero es improbable que en este relato poblado de modo casi
exclusivo y excluyente por mujeres, no se insinúe la demonización de una
belicosa disidencia de género. Suspiria de Argento se inscribe, con
todos sus altibajos artísticos, en la clara tendencia de un cine
provocador e incómodo, y es el mejor anticipo de ese otro delirio, de
estreno inminente, que es Clímax (2018), del argentino radicado en
Francia Gaspar Noé. Buena digestión y buen provecho.
Se exhibe en salas Cinépolis y Cinemex.
Twitter: Carlos.Bonfil1
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