Raúl Zibechi
En sus efectos y consecuencias,
la pandemia es la gran guerra de nuestros días. Como sucedió con las
dos conflagraciones del siglo XX o con la peste negra del siglo XIV, la
pandemia es el cierre de un periodo de nuestra historia que, resumiendo,
podemos denominar como el de la civilización moderna, occidental y
capitalista, que abarca todo el planeta.
La globalización neoliberal ha encarnado el cénit y el comienzo de la
decadencia de esta civilización. Las pandemias, como las guerras, no
suceden en cualquier periodo, sino en la fase terminal de lo que el
profesor de historia económica Stephen Davies (de la Universidad
Metropolitana de Manchester) define como una ecúmene, una parte del
mundo que tiene
una economía integrada y una división del trabajo, unidas y producidas por el comercio y el intercambio(https://bit.ly/2y1spAg).
Las pandemias se verifican, en su análisis, cuando un periodo de
creciente integración económica y comercial sobre gran parte de la superficie del planetallega a su fin. Son posibles por dos fenómenos complementarios: un elevado movimiento humano y un incremento de la urbanización, potenciadas por un modo de vida al que llamamos globalización y por
la cría intensiva de ganado.
En rigor, la pandemia acelera tendencias prexistentes. Son
básicamente tres: la interrupción de la integración económica;
debilitamiento político que provoca crisis de las clases dominantes; y
profundas mutaciones sicológicas y culturales. Las tres se están
acelerando hasta desembocar en la desarticulación del sistema-mundo
capitalista, en el que está anclada nuestra civilización.
La primera se manifiesta en la interrupción de las cadenas de
suministro de larga distancia, que conducen a la desglobalización y la
multiplicación de emprendimientos locales y regionales.
América Latina está en pésimas condiciones para encarar este desafío,
toda vez que sus economías están completamente volcadas hacia el
mercado global. Nuestros países compiten entre sí para colocar los
mismos productos en los mismos mercados, al revés de lo que sucede en
Europa, por ejemplo. La estrechez de los mercados internos juega en
contra, mientras el poder del uno por ciento tiende a dificultar la
salida de este modelo neoliberal extractivo.
En segundo lugar, las pandemias, dice Davies, suelen
debilitar la legitimidad de los estados y de los gobiernos, mientras se multiplican las rebeliones populares. Las pandemias afectan sobre todo a las grandes ciudades, que conforman el núcleo del sistema, como es el caso de Nueva York y Milán. Las clases dominantes habitan las metrópolis y tienen una edad superior a la media, por lo que serán también afectadas por las epidemias, como puede observarse ahora.
Pero las pandemias suelen, también, arrasar con buena parte de la
riqueza de las élites. Al igual que las guerras, las grandes catástrofes
producen una gran reducción de la desigualdad. Así sucedió con la peste negra y con las guerras del siglo XX.
El tercer punto de Davies, los cambios culturales y sicológicos, son
tan evidentes que nadie debería ignorarlos: el activismo de las mujeres y
de los pueblos originarios, con la tremenda crisis que han producido en
el patriarcado y el colonialismo, son el aspecto central del colapso de
nuestra civilización estadocéntrica.
El líder kurdo Abdullah Öcalan, en el segundo volumen de la
monumental obra de su defensa ante la Corte Europea de Derechos Humanos,
contrapone la
civilización estatalcon la
civilización democrática, y concluye que ambas no pueden coexistir*.
Para Öcalan, el Estado
se formó en base a un sistema jerárquico sobre la domesticación de la mujer(p. 451). Con el tiempo, el Estado se convirtió en el núcleo de la civilización estatal, existiendo una
estricta relación entre guerra, violencia, civilización, Estado y justicia-Derecho(p. 453).
Por el contrario, la civilización democrática se diferencia de la
estatal, en que busca satisfacer al conjunto de la sociedad por medio de
la
gestión común de los asuntos comunes(p. 455). Su base material y su genealogía deben buscarse en las formas sociales previas al Estado y en aquellas que, luego de su aparición, quedaron al margen del Estado.
Cuando las comunidades alcancen la capacidad de decidir y actuar sobre los asuntos que les conciernen, entonces se podrá hablar de sociedad democrática, escribe Öcalan.
Ese tipo de sociedades ya existen. Conforman los modos de vida en los
que podemos inspirarnos para construir las arcas que nos permitan
sobrevivir en la tormenta sistémica, que ahora se presenta en forma de
pandemia, pero que en el futuro se combinará con caos climático, guerras
entre potencias y contra los pueblos.
Conozco algunas sociedades democráticas, sobre todo en nuestro continente. La mayor y más desarrollada cuenta ya con 12 caracoles de resistencia y rebeldía donde construyen mundos nuevos.
* La civilización capitalista. La era de los dioses sin máscara y los reyes desnudos, Caracas, 2017.
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