El empresario gasolinero
y ex diputado Juan Antonio Vera Carrizal, acusado de fraguar el ataque
con ácido que sufrió el año pasado la saxofonista mixteca María Elena
Ríos Ortiz, se entregó ayer a las autoridades de Oaxaca, según informó
el gobernador de esa entidad, Alejandro Murat.
Como se recordará, la bárbara agresión, cometida el 9 de septiembre
de 2019, dejó en la víctima graves lesiones que la han conducido a un
lento y doloroso proceso de recuperación que dista de haber terminado.
Los autores materiales del ataque, dos albañiles que según sus propias
declaraciones recibieron 20 mil pesos por perpetrar la atrocidad, fueron
detenidos en acciones separadas a finales de diciembre del año pasado y
a mediados de febrero de 2020 la Fiscalía General del Estado de Oaxaca
dictó una orden de aprehensión en contra de Vera Carrizal y ofreció una
recompensa de un millón de pesos a quien aportara datos para su captura.
El indignante episodio ha obligado a voltear la vista hacia esta
expresión de violencia de género, particularmente brutal, que puede
provocar la muerte, causar lesiones tan dolorosas como indelebles y en
muchos casos, incapacitantes, y que conlleva invariablemente un quiebre
brutal en la vida de las víctimas.
Los ataques con ácido son trágicamente frecuentes en naciones como
India y Bangladesh, ocurren cerca de mil 500 casos anualmente en el
mundo y en los pasados 10 años se han perpretado más de una decena en
nuestro país, aunque no se tienen cifras precisas porque no todas las
agresiones de esta clase se denuncian. Por otra parte, no existe una
tipificación precisa en la legislación nacional para delitos de esta
índole y es difícil, por ello, darles un seguimiento estadístico
puntual.
Es claro, sin embargo, que los ataques con ácido son un acto de
extremada misoginia, por cuanto 80 por ciento de quienes los sufren son
mujeres.
A falta de una figura más precisa en el derecho penal, parece
acertado que en el caso del presunto agresor de María Elena Ríos la
imputación principal –y sería imperdonable que fuera la única– se haya
formulado en términos de feminicidio en grado de tentativa. Cabe esperar
que el caso no sólo se traduzca en una procuración e impartición plenas
de justicia, la reparación y la garantía de no repetición, sino también
que el episodio de pie a la reactivación de las pesquisas para
agresiones similares que todavía permanecen impunes.
Debe considerarse el que en las agresiones de género la impunidad es
particularmente catastrófica, no sólo porque representa la denegación de
justicia y la vulneración del estado de derecho, sino porque constituye
un verdadero impulso para la comisión de agresiones ulteriores. Es
preciso, por ello, que los agresores de María Elena Ríos reciban, en el
marco de la legislación aplicable, sanciones ejemplares, y que todos los
niveles de gobierno y los tres poderes de la Unión empiecen a dar
muestras de un verdadero compromiso para prevenir y sancionar todas las
expresiones de violencia en contra de las mujeres.
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