La emergencia sanitaria que
enfrenta la humanidad ha comenzado a mostrar un rostro ruin, tanto o más
dañino que el meramente biológico.
Se trata de una faceta que suele aparecer y dispersarse rápidamente
en la tragedia. Es global, aunque se manifiesta con mayor intensidad
desde el privilegio de
lo occidental. Se llama racismo.
En un interesante texto publicado hace unos días por un prestigiado
diario estadunidense, un grupo de sociólogos reflexiona en torno a
algunas de las múltiples consecuencias que, más allá de la enfermedad,
conlleva una desgracia mundial como la pandemia causada por el nuevo
coronavirus.
Entre muchas consideraciones, los expertos sostienen que cuando el
mundo es sacudido por un mal, resulta natural que la inteligencia hurgue
en el origen del padecimiento, busque explicaciones y se aboque a
explorar los remedios.
Es por eso que en el caso de una epidemia como el Covid-19, desde la
ciencia se ha desarrollado con intensidad y a marchas forzadas una
investigación seria, basada en el rigor del conocimiento, que ha
comenzado a dar resultado y que pronto podría concretarse en una vacuna.
Sin embargo, cuando la semilla de la tragedia es rastreada desde el
miedo y la ignorancia, en el imaginario colectivo surge el racismo –y el
clasismo digo yo–, y es ahí precisamente donde la peste del coronavirus
se entrelaza con los hábitos alimenticios y de higiene, y con los usos y
costumbres de comunidades, pueblos y países.
Las pandemias resultan ser entonces fenómenos que no sólo se limitan a
la enfermedad, sino que van más allá. No se trata únicamente de
infectados y muertos, o de tratamientos, cuarentenas y vacunas. Son
también sistemas de salud colapsados, comunidades rotas y la evidencia
palpable de que los hábitos y la desigualdad terminan influyendo de
manera determinante. Es decir, las naciones ricas y poderosas –hoy
paradójicamente las más golpeadas por el coronavirus– seguramente
terminarán superando la adversidad de mejor manera que los países
pobres. Algo similar ocurrirá en México si trasladamos este ejemplo a
los estratos de una sociedad tan desigual.
Ciertamente, los virus contagian de forma indiscriminada, sin
importar género, origen, edad o clase social. Pero en la era de la
mentira viral, la desinformación, la polarización y la fragilidad de las
razones argumentadas conducen frecuentemente a escenarios de franca
discriminación, ya sea a escala global o de manera local, dentro de los
países.
En este contexto hemos tenido noticias recientes de que en Nueva
York, la ciudad más cosmopolita del orbe, donde la cotidianidad hace
convivir en armonía a todas las razas, han comenzado a suscitarse
eventos racistas. Hombres o mujeres con rasgos orientales, por el simple
hecho de tenerlos, sin importar su origen, su procedencia o si son
estadunidenses por nacimiento –incluso de generaciones atrás–, están
siendo discriminados. Los taxis, por ejemplo, no los levantan en las
calles. En el transporte público y en los expendios de alimentos se les
aísla o se les niega el servicio.
En México, la discriminación no se centra sólo en el racismo, sino
que se manifiesta también con tintes clasistas. Cabe recordar que el
virus fue traído a nuestro país en diciembre, por personas de la clase
alta que vacacionaban en Europa o en destinos turísticos de invierno, en
Estados Unidos. De ahí que no faltó quienes aseguraron torpemente que
se trataba de una enfermedad de ricos, que no contagiaría a los pobres.
Pero la discriminación por clase, como es costumbre en nuestra
nación, se expresa mayormente contra los desprotegidos. Desde los
hogares, donde al personal de servicio de pronto se le despide bajo el
muy cuestionable argumento de que es más propenso a contagiar a la
familia por ser portador de un virus que se contrae principalmente –eso
dicen– en espacios insalubres, en el hacinamiento o en el transporte
público.
Hemos conocido de varios incidentes en que el personal médico de
batas blancas y de enfermería que viste uniforme, ha sido insultado y
agredido en la vía pública o a bordo de algún transporte por personas
que temen resultar contagiadas por el coronavirus. Sabemos igualmente de
casos en que el servicio médico ha sido restringido en perjuicio de los
más desprotegidos.
Los organismos defensores de derechos humanos han estado más que
activos durante la contingencia para evitar que estas prácticas
discriminatorias sean reproducidas con mayor frecuencia en nuestro país.
Apenas la semana pasada, la Organización de las Naciones Unidas
informó, a través de un reporte con carácter de urgente, sobre la
preocupante repetición de agresiones físicas a personas asiáticas en
diferentes latitudes del planeta, de la propagación del llamado discurso
de odio y de la negación de los servicios de salud básicos a migrantes.
Los más vulnerables del mundo suelen ser los últimos en la fila para
recibir los apoyos. Por tanto, la comunidad internacional y los estados
tienen la obligación moral de colaborar, particularmente en una
situación de emergencia sanitaria, para informarlos, ayudarlos y
protegerlos, establece la ONU en su informe.
Es indudable que el combate a las epidemias exige sistemas de salud
públicos fuertes y acciones internacionales menos influenciadas por
miedos atávicos que se traducen en expresiones segregacionistas, y más
bien orientarlas hacia la colaboración política y la razón científica.
Erradicar una pandemia como el Covid-19 requiere de un pacto
solidario global, que cancele toda posibilidad de que el racismo y el
clasismo asomen la ruindad de su rostro en medio de la emergencia.
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