Se apaga el latido del multifacético artista Luis Eduardo Aute
▲ El cantautor, durante una presentación en Ecuador, en 2012.
Madrid. El poeta que siempre entendió que el amor era
preferible a la guerra, al odio, a la violencia; el cantautor que con
voz trémula y honda recordó a la
noche más larga, al
alba, Luis Eduardo Aute, falleció en un hospital de Madrid a los 76 años. Se fue solo, como casi todos los enfermos que mueren estos días en España por la pandemia del Covid-19, sin familiares cerca y después de haber sufrido un deterioro físico por la enfermedad crónica que arrastraba desde hace tres años.
Su voz, su mensaje comprometido y poético, su rostro de hombre bueno y
generoso, fue recordado desde el confinamiento y de la mejor forma
posible; escuchando sus canciones, sus conciertos, sus recitales,
incluso contemplando su obra plástica. España despidió así, desde la
cuarentena más emocionada, a uno de los grandes músicos del siglo XX.
Aute cantó a la rebeldía, al amor, al erotismo, a la palabra, al
latido que a veces no entendía este mundo, que encontraba absurdo
estar vivo sin el alma de tu cuerpo. Nació en Manila, Filipinas, el 13 de septiembre de 1943. Europa, el continente de origen de sus padres, estaba convulsionado por la Segunda Guerra Mundial, y España, sumida en una posguerra miserable heredada de la cruenta guerra civil (1936-1939).
Su padre, Gumersindo, un andaluz sencillo que a los 18 años emigró a
Filipinas para trabajar en una fábrica de tabaco, después de varios años
de vivir ahí, conoció a la que se convirtió en la madre de Aute,
Amparo, una filipina de alta burguesía de ascendencia valenciana y
santanderina. De hecho, los primeros años que vivió en Manila estudió en
colegios españoles, en La Salle, donde además de español le enseñaron
catalán. Cuando tenía 11 años, finalmente la familia decidió regresar a
España; primero a Barcelona y luego a Madrid, donde se establecieron
definitivamente, cuando la represión franquista era cruenta y las
libertades civiles y artísticas, limitadísimas.
De joven y de mayor, Aute siempre tuvo eso gesto taciturno de creador
intenso. De hecho, sus primeros contactos con el arte fueron primero,
con una guitarra española que le regalaron sus padres a los 15 años y,
más o menos en la misma época, con los óleos y dibujos que hacía sin
parar en sus momentos de soledad. De hecho, él siempre se consideró tan
cantante o poeta como artista plástico.
A lo largo de esa primera juventud, Aute siempre mantuvo la tensión
entre la creación musical y la plástica, pero también incursionó en el
estudio de la arquitectura, que finalmente no prosperó. Sobre todo,
porque a medianos de la década de los 60, y después de un viaje a Brasil
y a Estados Unidos, conoció la obra de dos gigantes de la canción que
entonces ya eran considerados los mesías de la nueva música: Bob Dylan y
Joan Báez. Su música lo transformó. Le hizo entender que su camino
quizás era algo similar, sobre todo porque su prolífica inspiración se
volcó de inmediato en un sinfín de canciones que se convirtieron en los
himnos de varias generaciones.
El muro franquista
En medio de la efervescencia creativa, Aute se topó con
un muro siniestro y de granito, el de la ausencia de libertad creativa
de una España sumida en la tristeza censuradora del franquismo. De ahí
que decidiera, en un arrebato de hartazgo, abandonar la música en 1968,
con tan solo un par de discos publicados y dos docenas de canciones
escritas. Entonces decidió centrarse en la creación pictórica, el
estudio, la escritura, la observación de los fenómenos políticos que lo
rodeaban y, sobre todo, en el hallazgo del amor, pues era, ante todo, un
convencido de que el amor, ese sentimiento hondo de entrega y
generosidad, es la única puerta a la revolución. A la transformación
social.
En la década de los 70, cuando se empieza a respirar algo de más
libertad en España, Aute vuelve a componer, a tocar la guitarra, a
cantar en escenarios pequeños desde donde se fue tejiendo una de las
leyendas más importantes de la canción española del siglo XX, sólo
comparable a autores como Joan Manuel Serrat o Joaquín Sabina.
Su legado es abrumador, desde una prolífica y diversa obra plástica,
una serie de creaciones cinematográficas desde distintos ejes y
trincheras, hasta por lo que se le conoció más: su música, sus
canciones, esas letras que forman parte de la memoria colectiva de
varias generaciones y que el día de su muerte retumbaron en tantas casas
de España, México y el resto de América Latina. Como Al alba, Sin tu latido, o Me va la vida en ello.
Aute tuvo una relación muy especial con América Latina, sobre todo
con Cuba, donde vivió a principios de los años 80, padeció y se curó de
tuberculosis y conoció a uno de los hombres y artistas con los que mejor
se entendió: Silvio Rodríguez. Juntos, hicieron varias giras,
conciertos y discos que forman parte ya de la historia.
A partir de 2016, su salud se fue deteriorando. De hecho, salió casi
de forma milagrosa de un estado de coma largo y doloroso. También superó
un infarto y una caída a los infiernos de los hospitales en 2018, hasta
que ayer se fue, al alba, en silencio, y en medio de una crisis
sanitaria que harán que su despedida, su último adiós, sea casi en la
clandestinidad, ya que la ley de confinamiento impide celebrar honras
fúnebres con más de tres personas. Un triste adiós para uno de los más
grandes cantautores del siglo XX.
Foto Ap
Armando G. Tejeda
Corresponsal
Periódico La Jornada
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