James Lovelock es el
científico inglés quien junto con la bióloga Lynn Margulis, postularon y
demostraron que el planeta Tierra es un organismo vivo, dotado de
mecanismos de autocontrol que son tremendamente delicados y frágiles. A
toda su demostración, que es científicamente impecable, se le llamó la
teoría de Gaia, en honor a la diosa griega de la tierra. Hace 14 años
Lovelock publicó La venganza de Gaia (Penguin Books, 2006) en
el cual sintetizó las reacciones del ecosistema global ante los impactos
de las actividades humanas. Desde cada una de las cosmovisiones de los 7
mil pueblos originarios o indígenas del mundo, existe una visión
similar: el castigo de la madre tierra surge porque los humanos no han
escuchado su voz y han rebasado los límites marcados por ella. Ya sea
desde la ecología científica o desde la ecología sagrada, hoy existe un
consenso cada vez más generalizado de que todo daño que se inflige a la
naturaleza termina revirtiéndose y que la humanidad debe reconstituirse a
partir de su reconciliación con el universo natural, es decir, con la
vida misma.
La ecología política todavía va más allá. Postula que no es la especie humana la culpable de las
iras de la naturaleza, sino un sistema social, una civilización, en la que una minoría de menos del 1% de la población explota por igual tanto el trabajo de la naturaleza como el trabajo de los seres humanos. Esa clase depredadora y parásita sólo será desterrada mediante un cambio civilizatorio radical. Una transformación que puede ser, que debería ser, gradual y pacífica no súbita y violenta. Hoy existe ya un conjunto de directrices que nos marcan los caminos de una profunda transformación civilizatoria (ver mi libro Los civilizionarios; y obras como las de Helena Norberg-Hodge, Local is Our Future, o de Edgardo Lander, Crisis civilizatoria).
Es en este contexto donde debe ubicarse la enorme crisis sanitaria
provocada por el coronavirus. Las últimas pandemias han surgido en
relación con los sistemas industriales de producción de carne (cerdo,
pollo, huevos) como las gripes porcina y aviar, y a la destrucción de
los hábitats de especies silvestres de animales portadores de virus y en
íntima relación con un sistema alimentario que ofrece productos de baja
calidad o perjudiciales por el uso masivo de agroquímicos. La expansión
despiadada del coronavirus es el último llamado de la naturaleza. Antes
ha habido otros más. En los últimos 25 años la madre naturaleza ha
enviado numerosas señales. En 1997-98 los incendios forestales que
arrasaron más de 9 millones de hectáreas de selvas y bosques de la
Amazonia, Indonesia, Centroamérica, México y Canadá, resultado de uno de
los climas más cálidos y secos. Luego en 2003 la canícula europea con
temperaturas extremas en Francia, España, Portugal, Alemania,
Inglaterra, etcétera, que dejó entre 20 mil y 30 mil muertes, un
fenómeno que fue ocultado por los medios masivos de comunicación. Por
esos mismos años una secuencia de poderosos huracanes, alcanzó su máximo
con Katrina que en 2005 causó los mayores daños a las costas
de Estados Unidos, calculados en 108 mil millones de dólares. En la
década siguiente tuvo lugar la peor sequía registrada (2011-13) en la
historia climática de Estados Unidos (15 estados) y el norte de México,
que dejó millones de reses muertas y severos impactos sobre la
agricultura. Finalmente, el año pasado de nuevo se concatenaron
gigantescos incendios forestales en la Amazonia, Siberia, California y,
especialmente, en Australia.
Los daños infligidos a los sistemas vivos, en todas sus escalas y
dimensiones, son hoy la mayor amenaza a la especie humana, los cuales
están íntimamente ligados a la desigualdad social y a la marginación.
Según Oxfam, unos 70 millones de seres humanos poseen una riqueza
superior a la de 7 mil millones. El punto clave es entonces cómo cambiar
el actual estado de cosas. Algunas transformaciones obligadas son: el
paso de una economía de mercado a una economía social y solidaria, de
grandes empresas y corporaciones a empresas familiares y cooperativas
(fin de los monopolios), de gigantescos bancos a cajas colectivas de
ahorro, de energía fósil a energías renovables, de sistemas
agroalimentarios industriales a sistemas agroecológicos, de
organizaciones centralistas y verticales a organizaciones
descentralizadas y horizontales (redes), de una democracia
representativa a una democracia participativa. Pero sobre todo construir
desde lo local (comunidades, municipios, microrregiones) un poder
ciudadano o social capaz de enfrentar y controlar las acciones suicidas
del Estado y del capital. En suma, una (eco)política desde, con y para
la vida.
*Secretario del Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat)
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