La premisa es siempre que la ley no sea clara o sea oscura en torno a la definición del interés en juego. El problema también podría plantearse de la siguiente manera: hay situaciones previstas en la ley que sólo pueden definirse en ciertos términos, pero éstos no abarcan todos los supuestos que permitan evaluar la situación particular. El derecho está plagado de esos inconvenientes. Muchas veces, la ley es imperfecta y no nos dice lo suficiente de algo que queremos saber acerca de los derechos que se quiere definir en el proceso. La incompletez de la ley da lugar al arbitraje judicial. Desde luego, que la ley sea insuficiente en sus definiciones no es obstáculo para que el derecho de cada quien tenga que ser definido. Es entonces cuando el arbitraje entra en escena.
¿Qué significa que algo no está precisado en la ley o no está contenido en ella? Pues es un problema al momento de hacer justicia, porque el juez no puede hacer justicia si no es sobre la base de lo que dice la ley y, si no lo dice, entonces, o deja de ser juez jurisdiccional (atenido a la letra de la ley) para convertirse en juez de equidad (o árbitro) o, de plano, deja el lugar a un tercero que dirá, por sobre la ley imprecisa, lo que corresponda a cada quien. Por supuesto que hay también numerosos casos en los que es la misma ley, o sea, el derecho, que decide que sus controversias se juzgarán de acuerdo con la equidad. En este supuesto entra de lleno el derecho del trabajo, que es, ante todo, derecho de equidad.
El derecho del trabajo, en particular, es derecho de equidad porque no puede ser derecho de iguales (y cuando no hay sujetos iguales no hay derecho sino equidad). El trabajador no puede equipararse, como igual, a su patrón. Ambos son desiguales y, por tanto, deben ser tratados desigualmente, equitativamente. Cuando es un juez quien juzga de una causa laboral, entonces debe tomar en cuenta la desigualdad estructural que existe entre los dos factores de la producción y juzgar con base en ella. En México deberían desaparecer las Juntas de Conciliación y Arbitraje para que, en su lugar, fueran jueces de equidad quienes decidieran de los conflictos laborales.
Pero, ¿qué es la equidad? Ya en otras entregas he tratado el punto. De entrada, la equidad no es jurídica, vale decir, no es derecho. Está más allá del derecho. La ley puede decir que, dadas ciertas condiciones, dos sujetos contendientes por un interés jurídico, deben ser tratados en plan de igualdad; pero puede suceder, como en el derecho del trabajo, justamente, que esos dos no sean iguales. Entonces, contra lo que dice la ley, esos sujetos no pueden ser tratados igualmente. Es cuando entra en funciones la equidad. Si no hay igualdad, al inferior se le debe compensar por su inferioridad y equilibrar, de ese modo, su situación con la del que goza de condiciones de superioridad. Como puede verse, la equidad contradice al derecho que, en todos los casos, debe tratar siempre como iguales a los sujetos jurídicos.
El arbitraje es siempre un juicio de equidad y nunca de derecho. No se busca en él decir el derecho de cada uno como en el derecho, sino decidir sobre un interés que tal vez no esté cabalmente legitimado por la norma jurídica, pero hace que la inequidad no dé lugar a un agravio cobijado por los principios igualitarios de la ley. El derecho supone la existencia de dos sujetos iguales en su derecho sobre un interés jurídico; la equidad supone siempre una situación de desigualdad que hay que remediar y superar. Eso no implica sacrificar al derecho en aras de la equidad. Supone, más bien, corregir los excesos a que da lugar la aplicación del derecho, por así decirlo, a rajatabla y caiga quien caiga, para lograr la verdadera justicia que tiene que ser, en todo momento, justicia equitativa. El mismo concepto, por supuesto, no tiene nada que ver con el derecho.
En nuestro sistema jurídico, el arbitraje laboral es una auténtica farsa y no corresponde a lo que es el verdadero arbitraje judicial en el derecho procesal. Esos órganos tripartitos que son las Juntas (integradas por un representante del Estado, otro de los patronos y otro de los trabajadores) son una monstruosidad corporativista digna de los regímenes fascistas del pasado, pero no de una verdadera justicia laboral. Por las partes que concurren en la relación laboral, patronos y trabajadores, el juzgador de sus conflictos tiene que ser siempre un juez de equidad. Las Juntas son órganos en los que siempre acaba imponiéndose el representante estatal. Aquí no tenemos verdadera justicia laboral. Un día deberán ser jueces y no representantes facciosos (a la vez, jueces y partes) los que juzguen de las controversias laborales y tendrán que ser, por fuerza, jueces de equidad.
El juez jurisdiccional, en los hechos, es siempre un árbitro, el que decide las controversias entre individuos con intereses diferentes. No se acostumbra llamarle tal por simple hábito, estando detrás la conciencia de que debe tomar sus decisiones, ante todo, con base en una limpia y objetiva interpretación de la ley. Pero debería convertirse cada vez más en un eficaz juez de equidad en todos los casos que caen bajo su examen. El gran procesalista italiano Giuseppe Chiovenda lo señalaba al indicar que el juicio jurisdiccional, muchas veces, tiende a ser inequitativo y, en el fondo y por lo mismo, injusto. Los intereses iguales ante la ley no deben imponerse como tales, porque la verdad es que nunca podrán ser iguales y la diferencia de intereses esconde la desigualdad y, por tanto, la injusticia y, en consecuencia, también la inequidad.
Independientemente de la enorme variedad de tipos de arbitraje que hay (en derecho internacional se los puede encontrar, sin exagerar, por centenares) y de las muy diferentes funciones que deben desempeñar, es un hecho que, en todos los casos, están siempre más allá del derecho y que son raras las ocasiones en que, incluso, deben pronunciarse en contra de una norma vigente que, por su contenido, niega no sólo la equidad que debe siempre buscarse en la solución de los conflictos, sino también la justicia bien entendida, como quería Ulpiano, como el arte de dar a cada quien lo suyo. Lo que es de cada uno no puede darse ni justificarse como un agravio encubierto a un semejante. La justicia debe seguir fundándose en el derecho, en la letra estricta de la ley; pero debe poder ir más allá, hacia la equidad, para complementar el rigor de la ley con consideraciones que acaban haciendo justicia a todos.
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