Carlos Bonfil
Casa de juegos. Escándalo americano (American hustle), de David O. Russell (Los juegos del destino), advierte desde los créditos que
algo de todo esto realmente sucedió. Y la historia que relata está basada en efecto en un episodio real, casi cómico, de estafa mayúscula en el mundo de los casinos de Atlantic City, en la costa occidental norteamericana, a finales de los años 70.
Un timador profesional llamado Mel Weinberg, aceptó entonces prestar
sus servicios al FBI para engatusar y comprometer mediante engaños a un
grupo de congresistas estadunidenses sospechosos de corrupción. La
estrategia original consistía en disfrazar a dos agentes de jeques
árabes dispuestos a sobornar a los políticos con el fin de obtener las
licencias necesarias para operar nuevos casinos. El asunto, bastante
pintoresco, se conoce como Abscam affair, en referencia al nombre Abdul que adoptó uno de los agentes.
La historia que proponen Russell y su guionista Eric Warren Singer
se atiene a lo esencial de ese asunto, pero recupera y magnifica los
elementos humorísticos que de él se desprenden y también de toda
intriga donde los estafadores terminan, de un modo u otro, víctimas de
su propia astucia, obligados a reconocer con tristeza las infinitas
posibilidades del autoengaño. Los estafadores no son, por lo general,
los villanos convencionales del cine hollywoodense, sino personajes
picaros e ingeniosos cuyo arte mayor es ganarse la confianza de sus
interlocutores con la sencilla cualidad de ser mucho más listos que
ellos. Inspiran respeto, en ocasiones miedo, o una combinación de ambas
sensaciones.
Desde el habilidoso Joe Mantegna en Casa de juegos (House of games, David Mamet, 1987), al grupo seductor en Los timadores (The grifters, Stephen Frears, 1990), hasta los 11 pillos que en La gran estafa (Ocean’s eleven, Steven Soderbergh, 2001) que asaltan tres casinos en Las Vegas, el llamado con man,
el hombre capaz de ganarse engañosamente todas las confianzas, se ha
vuelto un personaje moralmente reprobable, pero mediáticamente
irresistible.
La estrategia de Escándalo americano es presentar al
estafador desde el inicio como un personaje involuntariamente cómico,
despojándolo de cualquier aura mítica, reduciéndolo a una dimensión
real que exhibe tanto sus astucias como sus miserias personales. Tómese
por ejemplo la escena inicial de la cinta donde el timador Irving
Rosenfeld (un Christian Bale robusto e irreconocible) batalla
penosamente frente a un espejo para colocar en su lugar algunos
mechones de pelo artificial sobre su calvicie prematura, o aquella en
la que un agente del FBI, Richie DiMaso (Bradley Cooper) se empeña en
parecer un irresistible seductor latino rizándose el pelo con un gran
número de rulos en la cabeza. O los retratos muy logrados de la sensual
Sidney Prosser (Amy Adams), con sus escotes largos, su identidad doble,
y sus propósitos inconfesables, o el de la astuta esposa Rosalyn
(estupenda Jennifer Lawrence) y su vulgaridad vociferante. Las escenas
de bufonería se suceden en la cinta con el buen tino y la gracia que
solía exhibir Tarantino en Tiempos violentos (Pulp fiction, 1994), simulando de paso una comedia screwball de los años 30.
Sin
tomarse demasiado en serio, el realizador maneja la trama rocambolesca
a la manera de los grandes maestros, en particular del Martin Scorsese,
productor de Los timadores y director de Casino, sin
igualar jamás su maestría estilística en las tomas rápidas y el montaje
acelerado, pero sin proponérselo tampoco, pues, en definitiva, qué
espectador se dejaría realmente timar pensando que Russell, el alumno
declarado, pretende en estos terrenos superar al maestro. El tributo es
aquí transparente, como también el ánimo paródico.
El personaje de Carmine Polito (Jeremy Renner), el alcalde de
Camden, víctima de engaños y falsas personificaciones, semeja al Tommy
de Vito (Joe Pesci) de Buenos muchachos, con sus tics
nerviosos y un peinado imposible, penetrando en el mundo turbio de un
mafioso de la vieja escuela, Victor Tellegio (Robert de Niro en cameo
autoparódico), para gran deleite de aquellos espectadores que muy
pronto advierten que Escándalo americano es ante todo una comedia y un despliegue de actuaciones y caracterizaciones formidables.
Cabe reconocer la destreza del director y su guionista para disponer
las situaciones y caracterizaciones que hacen de la gran estafa
relatada el espejo distorsionado de esa estafa mayor que es el juego de
simulaciones y corruptelas de los políticos y hombres de finanzas que
hoy se asemejan tanto a las mafias de otros tiempos.
El acierto mayor de Escándalo americano es apostar en su
relato por la antisolemnidad y el desenfado. En una época en que todo
mundo se empeña penosamente en tomarse muy en serio, es virtud
saludable la de una cinta que con tanta fortuna se rehúsa a hacerlo.
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