Cristina Pacheco
En la súper cocina aparece Danubio, un joven de cejas depiladas y rostro anguloso.
Danubio: Los de la agencia de seguros pidieron el menú del día. Las
muchachas del salón de belleza ordenaron consomé con arroz y
tampiqueña. Las empleadas de la ferretería quieren sopes de tuétano y
espagueti con salsa doble, pero sin crema.Junto a la estufa, Érika, la dueña del establecimiento, destapa una sartén de aluminio y revuelve el hígado encebollado con una cuchara de madera.
Érika: Esas siempre andan con que quieren adelgazar y mira lo que comen. Pero, ¡yo qué me meto! Con que sigan haciéndome pedidos…
Delfina, su ayudante, se acomoda la red que le llega hasta las cejas y da a su rostro una expresión cómica:
Delfina: Y los de la sastrería, ¿no pidieron nada o ya se te olvidó? (Mira a Danubio sobre el hombro.) A ti no se te pega nada, tienes cabeza de teflón. Te he dicho que todo lo apuntes.
Danubio (ofendido, le muestra la nota): Lo hice, pero no entiendo mi letra.
Érika (se acerca al repartidor, le quita el papel y procura leerlo): Y yo, ¡menos! Delfina, toma, a ver si logras saber lo que dicen estas garrapatas.
Delfina (seca sus manos en el delantal): Si entiendo las mías, puedo con éstas. (Recibe el apunte.) Dice: sopa del día y, ¿qué? (Mira hacia Érika) De veras, ¡qué letrita tiene este muchacho! (Vuelve a leer.) Ah, sí: dos aporreadillos de pechuga.
Apenas termina la lectura, Delfina se dirige al baño. A través de la puerta se filtran los inconfundibles jadeos del vómito.
Danubio: ¿Qué le pasa?
Érika: Hace días que la noto muy pálida, se me figura que Delfina está embarazada. (Se acerca al baño.) ¿Quieres un vaso de agua, un té? Mujer, dime cómo te ayudo.
II
La súper cocina huele a detergente. La estufa está
apagada. Frente a la única mesa Delfina limpia los cubiertos. Mientras,
Érika acomoda las ollas y las cacerolas en un gabinete.
Érika: Antes, los empleados de por aquí venían a comprar su comida.
Ahora no: todo lo piden por teléfono. (Mira el reloj sobre la estufa.)
Ya es bien tarde, son las seis. Vamos comiendo.Delfina: Si quieres, come tú. No tengo hambre.
Érika: Debes alimentarte. Así como estás…
Delfina: ¿Qué quieres decir con eso?
Érika (se acerca a su compañera): Como te he visto muy pálida estos días y hoy vomitaste, pensé que estabas embarazada.
Delfina (da tres golpes sobre la mesa): No, gracias, y menos ahorita que el Chacho anda furioso conmigo.
Érika: ¿Por qué?
Delfina: Si te lo cuento, no me lo vas a creer. Imagínate: según él, soy la responsable de que su mamá se haya enfermado del estómago. Como él la adora, está preocupadísimo. Yo también: desde el Día de la Madre doña Ligia tiene diarrea. No todo el tiempo, a ratos.
Érika: ¿No la han llevado al doctor?
Delfina: Esa es otra fregadera: mi santa suegra no puede ver a los médicos ni en pintura, y no acepta las medicinas. Piensa que sólo sirven para causar gastos.
Érika: La entiendo, pero no comprendo qué tienes que ver con su enfermedad.
Delfina: Pues claro que nada, pero Chacho dice que doña Ligia estaría bien si a mi no se me hubiera ocurrido festejarle el 10 de mayo en un restorán. Según él, lo hice para no cocinar. Te juro que no fue por eso, sino para que mi suegra se distrajera un poco. Aparte de la iglesia, nunca va a ningún lado y menos a comer. Por eso me pareció un detalle bonito convidarla. Se ve que tenía ganas de salir, porque enseguida aceptó.
Érika: ¿No sería eso lo que le hizo daño?
Delfina: No, fue la comida. Como había bufet, ella quiso probar de todo: manitas de cerdo en vinagre, crema de chile poblano, tostadas de chorizo con papa. El aporreadillo de pechuga le encantó. Cuando vi que estaba a punto de limpiar el plato, le dije que mejor se sirviera otro poquito.
Érika: Oye, ¡qué buen estómago tiene la señora! Te juro que yo no podría con tanto.
Delfina: Espérate, todavía falta. De postre ordenó cheese-cake y un capuchino. Olía rico, pero doña Ligia no alcanzó a terminárselo. Tuvo que correr al baño. Por poquito se hace antes de llegar y, ya sabes, todo el mundo viéndonos. Fue horrible, pero no tanto como el viaje de regreso: por un lado, mi suegra diciéndole a Chacho que se apurara, porque le urgía llegar a la casa; por el otro, él reclamándome que le hubiera permitido a su madre comer tanto.
Érika: Pues, ¡qué mala onda! En primer lugar, la señora ya es mayorcita para saber lo que hace; en segundo, tú no la obligaste a servirse patitas, crema, tostadas y luego el aporreadillo.
Delfina: Por favor, no lo menciones porque otra vez me dan ganas de volver el estómago.
Érika: Se te quitarían las náuseas si comieras algo.
Delfina: No puedo. Desde el maldito día en que fuimos al restorán no tengo hambre. Pruebo las cosas y las dejo.
Érika: Por eso te ves tan mal.
Delfina: Lo peor es que tampoco duermo. Si doña Ligia no sale de esto, Chacho va a pasarse la vida echándome la culpa de que su madre se haya muerto.
Érika: Tampoco exageres. Ya bastante problema tienes como para que le eches más leña al fuego. ¿Te doy un consejo? Habla con Chacho, hazle ver las cosas como fueron.
Delfina: Lo he intentado mil veces, pero no me hace caso ni me dirige la palabra. Ya te imaginarás que de aquello, ¡nada! Ay, Érika, no puedo explicarte cómo me siento.
Érika: Pero lo adivino: aporreadilla.
Delfina: Pues claro que nada, pero Chacho dice que doña Ligia estaría bien si a mi no se me hubiera ocurrido festejarle el 10 de mayo en un restorán. Según él, lo hice para no cocinar. Te juro que no fue por eso, sino para que mi suegra se distrajera un poco. Aparte de la iglesia, nunca va a ningún lado y menos a comer. Por eso me pareció un detalle bonito convidarla. Se ve que tenía ganas de salir, porque enseguida aceptó.
III
Érika: ¿Adónde llevaron a doña Ligia?
Delfina: A un restorán que le gusta mucho porque allí iba con mi
suegro, que en paz descanse. (Conmovida.) Al entrar se emocionó tanto
que hasta se le salieron las lágrimas. Para animarla, Chacho
le invitó una copita. Doña Ligia nunca bebe, pero la convencimos de que
se tomara un midori. Le gustó por lo dulcecito y acabó pidiendo tres.Érika: ¿No sería eso lo que le hizo daño?
Delfina: No, fue la comida. Como había bufet, ella quiso probar de todo: manitas de cerdo en vinagre, crema de chile poblano, tostadas de chorizo con papa. El aporreadillo de pechuga le encantó. Cuando vi que estaba a punto de limpiar el plato, le dije que mejor se sirviera otro poquito.
Érika: Oye, ¡qué buen estómago tiene la señora! Te juro que yo no podría con tanto.
Delfina: Espérate, todavía falta. De postre ordenó cheese-cake y un capuchino. Olía rico, pero doña Ligia no alcanzó a terminárselo. Tuvo que correr al baño. Por poquito se hace antes de llegar y, ya sabes, todo el mundo viéndonos. Fue horrible, pero no tanto como el viaje de regreso: por un lado, mi suegra diciéndole a Chacho que se apurara, porque le urgía llegar a la casa; por el otro, él reclamándome que le hubiera permitido a su madre comer tanto.
Érika: Pues, ¡qué mala onda! En primer lugar, la señora ya es mayorcita para saber lo que hace; en segundo, tú no la obligaste a servirse patitas, crema, tostadas y luego el aporreadillo.
Delfina: Por favor, no lo menciones porque otra vez me dan ganas de volver el estómago.
Érika: Se te quitarían las náuseas si comieras algo.
Delfina: No puedo. Desde el maldito día en que fuimos al restorán no tengo hambre. Pruebo las cosas y las dejo.
Érika: Por eso te ves tan mal.
Delfina: Lo peor es que tampoco duermo. Si doña Ligia no sale de esto, Chacho va a pasarse la vida echándome la culpa de que su madre se haya muerto.
Érika: Tampoco exageres. Ya bastante problema tienes como para que le eches más leña al fuego. ¿Te doy un consejo? Habla con Chacho, hazle ver las cosas como fueron.
Delfina: Lo he intentado mil veces, pero no me hace caso ni me dirige la palabra. Ya te imaginarás que de aquello, ¡nada! Ay, Érika, no puedo explicarte cómo me siento.
Érika: Pero lo adivino: aporreadilla.
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