John M. Ackerman
Análisis
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- Uno de los mitos más nocivos, que debilita la
movilización social y el desarrollo de una conciencia crítica entre los
ciudadanos mexicanos, es la idea de que en la última década y media
“transitamos” hacia un régimen político más democrático, y que nuestro
principal reto sería perfeccionar el nuevo sistema. Antes de las
elecciones presidenciales de 2000 teníamos perfectamente claro que
vivíamos en un sistema autoritario y que hacía falta empujar hacia un
cambio estructural del régimen. Hoy se supone que solamente se trataría
de mejorar el funcionamiento de lo que ya tenemos.
La función
principal de este mito es cancelar la posibilidad de imaginar una
transformación integral de la estructura de poder social. Se busca
fomentar el conservadurismo y marginar a quienes apuestan a la
construcción de nuevas utopías transformadoras.
El
debate sobre la democracia en México constituye entonces un estratégico
campo de batalla intelectual. No es suficiente simplemente agregar al
sustantivo “democracia” adjetivos como “estancada”, “imperfecta”,
“parcial” o “mediocre” para caracterizar a nuestro régimen político.
Una “democracia imperfecta” es todavía, en esencia, un sistema
“democrático” en el que la sociedad ejerce su soberanía y constituye la
fuente originaria del poder público. Estas perspectivas adjetivadas son
importantes en cuanto ponen en cuestión la excesiva complacencia de los
analistas orgánicos del régimen. Sin embargo, su aceptación de los
términos generales del debate impuesto por el contexto de dominación
estructural debilita enormemente su fuerza teórica.
Los
defensores de la tesis de que México efectivamente ha transitado de un
régimen a otro tienen la obligación de demostrar que los ciudadanos
cuentan con más poder sobre la selección de sus gobernantes, y con un
mayor control sobre los asuntos públicos. Pero esto es imposible
comprobarlo.
El indicador más común de la existencia
de una transición democrática es la celebración de elecciones libres,
limpias y auténticas, donde las condiciones de competencia son
equitativas y la “oposición” tiene posibilidades reales de ganar los
comicios. Es evidente que México no cumple con este requisito. Todas
las elecciones presidenciales celebradas desde 1988 hasta la fecha han
demostrado, más allá de cualquier duda, que los poderes fácticos y las
instituciones electorales de ninguna manera permitirán la llegada de un
verdadero candidato de “oposición” al poder.
Algunos
señalarían las “victorias” de Vicente Fox y de Enrique Peña Nieto como
excepciones ya que tanto en 2000 como en 2012 se cambiaron los colores
del partido que gobernaba el país. Sin embargo, ninguno de los dos
puede ser caracterizado como un candidato propiamente de la “oposición”.
Desde
1988 el Partido Acción Nacional (PAN) pactó con Carlos Salinas de
Gortari y formó un “gobierno de coalición” de facto con el PRI que duró
hasta el año 2000. Si bien se estableció una breve y poderosa alianza
opositora entre el PAN y el PRD durante 1996 y 1997, que logró una
histórica reforma electoral y la activación de la Cámara de Diputados
como un contrapeso en materia presupuestal, este periodo fue la
excepción que comprobó la regla. El aval conjunto del PRI y el PAN al
histórico e imperdonable fraude del Fobaproa en 1998 simbolizó y
consolidó el rapprochement entre los dos aliados que en los hechos
nunca se habían separado.
La llegada de Peña Nieto a
Los Pinos en 2012 tampoco implica una victoria para la “oposición”.
Desde el principio, tanto Vicente Fox como Felipe Calderón incorporaron
a destacados priistas dentro de sus gobiernos y malgobernaron de manera
conjunta con el viejo partido del Estado. El papel de puente
articulador de la alianza del PRIAN que en su momento jugó Diego
Fernández de Cevallos en la década de la concertacesión (1990-2000) lo
jugó Manlio Fabio Beltrones durante los sexenios panistas.
En
la campaña presidencial de 2012 fue notable cómo Calderón y el PAN
dejaron morir a quien se supone era su candidata, Josefina Vázquez
Mota. Después de la reunión privada que sostuvieron Calderón y Pedro
Joaquín Coldwell en Los Pinos el 27 de febrero de 2012 se acumularon
las evidencias de que Peña Nieto era el verdadero “destapado” del
régimen. Las entrevistas del ahora presidente en Televisa, el apoyo
explícito de Fox para Peña Nieto y la pomposa ceremonia organizada con
motivo de la muerte del expresidente Miguel de la Madrid, fueron apenas
los indicadores más visibles del pacto de sucesión que conduciría la
segunda alternancia mexicana sin democracia (análisis aquí:
http://ow.ly/wTtRY).
Hoy las elecciones en México no
permiten la expresión auténtica de la voluntad popular, sino que son
meras ceremonias en las que los poderes fácticos reafirman y legitiman
su control sobre la política nacional. Y solamente el observador más
ingenuo podría pensar que la nueva integración del Instituto Nacional
Electoral o la nueva reforma “ahora sí” resolverían los graves
problemas de ilegalidad, inequidad y fraude institucionalizados.
Tampoco
ayuda el hecho de que los medios de comunicación dominantes jamás
propician el debate informado, sino que fungen como correas de
transmisión para las opiniones del poder. Los derechos a la protesta, a
la reunión y a la petición ciudadana también han sido cancelados por el
régimen, como se evidenció con la rotunda negativa del gobierno para
debatir públicamente, de cara a la sociedad, las reformas energéticas,
de telecomunicaciones y electorales.
México no cumple
con los estándares mínimos para ser considerado como un régimen
democrático. Por lo tanto, las luchas ciudadanas tendrían que
orientarse hacia la transformación integral del sistema de dominación y
control que mantiene a más de 50 millones de mexicanos en la miseria y
a todos en un total estado de indefensión. No es suficiente cambiar de
nombres a las mismas instituciones de siempre o modificar artículos
legales que jamás se aplicarán. Tal y como lo señaló hace más de 50
años el gran maestro Pablo González Casanova en su obra clásica La
democracia en México, este país solamente avanzará si logramos
transformar la estructura de poder social y política que subyace y
controla desde fuera al sistema institucional formalmente constituido.
Twitter: @JohnMAckerman
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