Cristina Pacheco
Por
casualidad, hace días pasé frente a la escuela donde cursé la primaria.
Por razones que ignoro, ocupaba una mansión de cantera rosada con
salones, terrazas, vitrales, escalinatas, fuentes, caballerizas,
sótanos y una torre con una campana. Tenía frontón y un huerto. La
adornaba un jardín lleno de árboles en cuyas ramas, hacia finales de
año, se prendían jirones de neblina tenue y silenciosa como la nieve.
Aquella mansión habría sobresalido en cualquier rumbo de la ciudad,
pero rodeada por las colonias pobres de Azcapotzalco y Tacuba resultaba
una extravagancia o, mejor dicho, un sueño que, al cabo de los años, se
desvaneció bajo el peso de otra realidad.
Por fortuna, la escuela sigue funcionando, pero en condiciones muy
distintas. Sobre los cimientos de la antigua casona se levanta un
edificio de tres pisos, cuadrado como una caja de zapatos: fierro,
vidrio, escaleras sin gracia y sin misterio. Del jardín quedan dos
fresnos. Sus copas disminuidas contrastan con el vigor de los troncos.
(¿Permanecerán las iniciales enlazadas?) Veíamos esos árboles desde la
ventana del salón de clase anhelando la hora de salir al recreo para
librarnos, por treinta minutos, de la severidad de la maestra Eva.
II
Era vivaz de genio, baja de estatura, escasa de pelo, rotunda, lenta
al caminar. Su cuello, de tan corto, producía el efecto de que la
cabeza descansaba en el tronco –detalle aprovechado por los alumnos con
cierta habilidad para el dibujo y espíritu vengativo. Vestida siempre
como de luto, la maestra Eva usaba zapatos bajos que, por brillantes,
parecían nuevos a pesar de los tacones desgastados. Desprovista de
afeites y de adornos, mi profesora olía a Palmolive.
Ese aroma, mezclado con el de la madera de los lápices y el papel de
nuestros cuadernos, invadía el salón de clase: techo alto, paredes
salitrosas, mapas, imágenes de los héroes nacionales y carteles con
dibujos que ilustraban los buenos hábitos de higiene y de alimentación.
Ambos eran hasta cierto punto inútiles en colonias faltas de agua y en
casas donde la dieta consistía de frijoles, lentejas, habas y, muy de
vez en cuando, de las carnes, las frutas o la leche que debían tomar
los niños que son el futuro de México.
De eso, del futuro, nos hablaba mucho la maestra Eva, y también del
poder de las palabras, y de que el conocimiento es una llave mágica que
abre todas las puertas. ¿De qué más nos hablaba? De historia,
geografía, personajes célebres y de nosotros. De su vida muy poco, y
sólo a raíz de que le diagnosticaron una enfermedad rara.
Abordó el tema la única vez en que llegó tarde. La recuerdo apoyada
en el escritorio, disculpándose porque había tenido que someterse a
unos análisis, de allí su demora. Luego se dirigió al pizarrón y, como
era su costumbre, escribió la fecha con la caligrafía que era su
orgullo.
México D.F., a…
III
Más que en su aspecto desmejorado, el decaimiento de la
maestra Eva se reflejaba en las miradas de los profesores, en sus
cuchicheos y en sus consejos cuando recorrían la fila para comprobar
que todo estuviera en orden:
Pórtense bien con Eva y agradezcan que sigue viniendo a darles clases aunque esté un poco malita.
En
efecto, la maestra Eva jamás se ausentó. Conservó la energía para
mantener el orden dentro del salón y el entusiasmo por enseñarnos.
Además de abordar los temas del programa, cada día dedicaba unos
minutos a deberes especiales: martes, repaso; miércoles, lectura en voz
alta; jueves, práctica de memoria; viernes, conversación.
Los lunes estaban dedicados a la improvisación. Después del recreo,
la maestra elegía al azar a uno de nosotros a fin de que contara en 10
minutos sus experiencias durante el fin de semana. El seleccionado se
ponía de pie cohibido, intimidado por las miradas burlonas de los
compañeros, y observaba el techo como si allí estuviera escrito el
inventario de sus actividades. Se oían risas y bostezos, pero bastaba
una mirada de la maestra Eva para que volviéramos al silencio.
Presionado por el tiempo, retorciéndose las manos, el orador en
turno empezaba su exposición despacio, tropezándose con las palabras,
hasta que al fin lograba compartirnos escenas de su vida. Al término de
la exposición los oyentes debíamos hacer un resumen de lo escuchado
para después leerlo en voz alta.
El ejercicio le resultaba muy útil a la maestra Eva: le permitía
medir nuestro dominio del lenguaje y nuestra capacidad de
interpretación, pero sobre todo conocernos y entender a qué se debía la
eterna somnolencia de Mercado, el mal humor de Dávalos, el gesto
temeroso de Padilla, la falta de atención de Ocampo, las ausencias de
Ponce o la agresividad de Zárate: hijo de un presidiario.
Según avanzaban las semanas le perdíamos el miedo a los ejercicios
de improvisación y los disfrutábamos como si fueran cuentos y no hechos
reales que nos habían dejado huella, una más.
IV
Llegó el fin de año y el término de la primaria. Mis
compañeros y yo pensamos en hacerle un regalo a la maestra Eva. En
secreto hicimos planes y una colecta. Con el dinero reunido compramos
una docena de manzanas verdes y las acomodamos en una canasta. El
último día de clases la pusimos sobre el escritorio. Cuando la maestra
Eva descubrió el obsequio sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no
dijo nada. Su silencio era una forma de decirnos que entendía el
mensaje y nuestro esfuerzo.
Sonó la campana. En desorden, nos dirigimos a la puerta. Desde allí
alcancé a ver a mi profesora guardando sus papeles en su enorme bolsa
negra y luego encaminarse hacia el pizarrón para borrar la fecha que
había escrito aquel día:
México D.F., a...
Siempre experimenté gran cariño hacia la maestra Eva. Me juré que
volvería a visitarla. Nunca lo hice. Cubrí esa deuda la otra mañana,
cuando de casualidad pasé frente a mi primaria y vi los únicos dos
fresnos restantes de aquel jardín que embelleció mis días de escuela.
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