Carlos Bonfil
Despedida final de un hijo pródigo. Para su sexto largometraje, No es más que el fin del mundo (Juste la fin du monde), el
realizador franco-canadiense Xavier Dolan adapta de nuevo la obra
teatral de un autor quebequense contemporáneo, esta vez Jean-Luc
Lagarce. Anteriormente se había inspirado en el trabajo de Michel-Marc
Bouchard para realizar Tom en la granja, y en ambos casos el
regreso del protagonista al núcleo familiar o a lo que de él queda, se
vuelve el detonador de confrontaciones pasionales por largo tiempo
contenidas.
En esta ocasión, el joven dramaturgo homosexual Louis (Gaspard
Ulliel) regresa de Canadá a su hogar natal en Francia después de 12 años
de ausencia. La visita tiene un propósito preciso y duro: anunciar a
los suyos su muerte inminente. La llegada del exitoso escritor, ahora
enfermo terminal (aun cuando nada en su apariencia sugiere esa condición
trágica), será el motivo para que cada miembro de la familia
manifieste, cada uno a su manera, la dificultad de retomar el diálogo
afectivo por tanto tiempo suspendido. Cada tentativa del protagonista
por revelar el pesado secreto que ha precipitado su regreso se topa con
un muro de incomprensión y de reproches histéricos, frustraciones
inocultables, reclamos por una reciprocidad sentimental tardía, ajustes
de cuentas motivados por el recelo o por la envidia.
Para un Louis
desahuciado, ese ámbito familiar se muestra inopinadamente como la
siniestra anticipación terrenal de un probable infierno.
Xavier Dolan saca aquí el mejor partido de un reparto for- midable.
Primeramente, la hermana menor, Suzanne (Léa Seydoux), agresiva e
injusta en su torpe anhelo de recobrar algo del tiempo perdido al lado
del Louis admirado a quien apenas conoce. Viene luego el irascible y
rústico Antoine (Vincent Cassel), el hermano mayor deseoso de proteger
sus privilegios patriarcales en una casa ya sin padre, receloso también
ante la llegada del intruso letrado que le recordará su mediocridad y su
ignorancia; y de modo muy especial, la madre (Nathalie Baye),
extravagante y sorprendentemente lúcida, que intuye en el regreso del
hijo pródigo una nueva oportunidad perdida. Y como testigo ubicuo, de
sensibilidad erizada, Catherine (Marion Cotillard), esposa de Antoine,
consciente de un secreto cuya revelación se ha vuelto ya, paradójica y
dolorosamente, un tanto inútil.
Desde las primeras escenas, el espectador está advertido del
desenlace ineluctable. La trama. dramáticamente densa, con una profusión
de diálogos muy ásperos, para algunos estridentes, abre sin embargo los
resquicios para fugaces momentos de intensidad sentimental que el
director maneja con una maestría sorprendente, en la vena del François
Ozon de Tiempo de vivir (Le temps qui reste, 2005),
aunque con el añadido aquí de un gran brío en el manejo de la cámara y
de la mirada corrosiva que el realizador lanza de nuevo a un núcleo
familiar que para él sigue siendo tan odioso como entrañable.
Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional. Funciones: 12 y 18 horas.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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