La Jornada
La semana pasada
proliferaron en distintos estados los enfrentamientos entre bandas
delictivas rivales, así como entre grupos de sicarios y fuerzas del
orden, y las ejecuciones. Esta alarmante racha fue sucedida por
una escena terrible: en La Huacana, municipio michoacano de Nueva
Italia, un grupo de civiles jaloneó, desarmó y retuvo a soldados que
previamente habían desarmado a presuntos autodefensas; en una
videograbación que recorrió las redes sociales puede apreciarse un
intercambio telefónico entre uno de los habitantes y el superior de los
uniformados, en el que el primero exige la devolución del armamento. Si
se agrega a los hechos de violencia antes referidos, el episodio deja la
impresión de un desolador vacío de poder y de autoridad a lo largo y
ancho de la República.
Tal vacío es real, pero los hechos mencionados son sólo sus
expresiones más recientes; se ha ido creando desde hace cuando menos
tres sexenios y se ha visto agravado por el fracaso de la estrategia
antidelictiva y de seguridad pública aplicada en los dos anteriores, esa
guerra contra la delincuenciaque la Presidencia lopezobradorista ha declarado cancelada. En su lugar, el gobierno federal ha planteado un nuevo paradigma en materia de seguridad pública en el que la parte fundamental no es ya la guerra o el combate en contra de algo, sino la pacificación del país.
Lo inevitable de este viraje puede ilustrarse con el hecho de que los
sucesos de La Huacana sólo habrían podido enfrentarse de dos maneras:
con una reacción defensiva, pero obligadamente violenta por parte de los
efectivos militares –a quienes, en rigor, les habría asistido la razón
jurídica, porque las armas que decomisaron son de uso exclusivo de las
fuerzas armadas–, o con una autocontención como la que exhibieron. Los
pobladores que redujeron a los soldados tenían, por su parte, su propios
motivos: abandonados y desprotegidos durante años por las autoridades
de los tres niveles de gobierno, la posesión de ese armamento ha sido la
única manera de darse a sí mismos cierta seguridad.
No hay, en esta circunstancia, una solución fácil ni inmediata ni una
alternativa viable a la estrategia de paz y seguridad elaborada por el
gobierno federal, la cual pasa por resolver las causas sociales
profundas de los fenómenos delictivos, la lucha contra la corrupción –la
cual significa también el encubrimiento y la complicidad desde el poder
público a los grupos criminales–, la depuración y el rediseño de la
procuración de justicia, la cultura de derechos humanos, el
replanteamiento del problema de las adicciones como un asunto de salud y
no de seguridad, la dignificación del sistema carcelario, y la
construcción de procesos de paz con justicia transicional, además de la
creación y el despliegue de la ya mencionada Guardia Nacional.
Ayer el presidente Andrés Manuel López Obrador anunció que a partir
del próximo 30 de junio se reforzará la presencia de esa corporación en
los puntos más conflictivos del país, ya con el marco de las leyes
secundarias aprobadas hace unos días y que regulan el uso de la fuerza,
el registro de detenciones y reforman el Sistema Nacional de Seguridad
Pública. Aun así, y en el supuesto de que dé resultado la apuesta del
gobierno federal de reducir la delincuencia atacando sus razones
sociales y económicas, la pacificación la nación no podría lograrse en
meses o semanas; será, por desgracia, un proceso largo y erizado de
obstáculos. Por el bien del país y sus habitantes, cabe esperar que
tenga éxito.
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