Editorial La Jornada.
En la circunstancia presente, la persistencia en nuestro país –documentada por organismos humanitarios dentro y fuera del territorio– de expresiones de racismo, xenofobia y maltrato contra los inmigrantes, por parte de autoridades y ciudadanos, se agrava por un panorama de violencia generalizada en el que se han potenciado, a velocidad pasmosa, los casos de vejaciones, abusos, secuestros y asesinatos contra los extranjeros indocumentados. Adicionalmente, la indolencia y la impunidad que recorren las instancias del poder público respecto de estos crímenes han provocado que surjan en la sociedad sospechas sobre la connivencia entre agentes gubernamentales y bandas de delincuentes para lucrar con el tráfico de personas, y la existencia de responsabilidades, así sea por omisión, de las autoridades correspondientes en estos episodios.
Mucho más clara es la relación entre la creciente vulnerabilidad de los extranjeros indocumentados en México y la aplicación, por parte del gobierno de nuestro país, de un enfoque de seguridad pública y nacional que plantea un escenario propicio para el atropello y la persecución contra los inmigrantes centro y sudamericanos. El correlato de lo anterior es la suscripción de la llamada Iniciativa Mérida, un acuerdo de cooperación bilateral en materia de seguridad que prevé combatir, sin distinción, el narcotráfico, la inmigración ilegal y el terrorismo
. Significativamente, fue en el contexto de las negociaciones de este acuerdo con Washington, hace casi tres años, que el gobierno mexicano activó varios mecanismos para controlar
la frontera sur y reducir su porosidad
para el tránsito de indocumentados, así como el tráfico de armas y drogas. Todo ello a pesar de que, como se señaló ayer en este espacio, la carencia de documentos migratorios no constituye, en México, delito alguno: es considerada, en cambio, una falta administrativa, sin más sanción que multas equivalentes a entre 20 y 100 días de salario mínimo.
El colofón es ineludible: las autoridades migratorias del país han asumido, en la práctica, un papel muy parecido al de la Policía Fronteriza estadunidense, con la diferencia de que las acciones para impedir el flujo de migrantes indocumentados hacia la nación vecina del norte se realizan en territorio nacional, y por agentes del gobierno mexicano.
La práctica de las autoridades de México en materia migratoria reviste, pues, un vínculo inocultable con la política de seguridad adoptada y mantenida por el calderonismo desde los primeros meses de este sexenio: en ambos casos, Washington ha logrado trasladar fuera de sus fronteras el desarrollo de acciones para contrarrestar fenómenos que, en la lógica de la superpotencia, están relacionados –la migración indocumentada y el narcotráfico–, y ello ha representado para México un costo incalculable en vidas, afectación de las garantías básicas y deterioro y descrédito institucional.
Lamentablemente, esa percepción del sueño americano, cada vez está más lejos de la realidad. La campaña antinmigrante ha alentado y envalentonado a policías y patrulleros fronterizos a utilizar sus armas y sus porras ante cualquier amenaza o insubordinación. Hace unos meses en la frontera de San Diego murió Anastasio Hernández, a punta de golpes propinados por una docena de patrulleros fronterizos. Una semana después fue asesinado el joven Sergio Adrián Hernández en territorio mexicano, baleado por un patrullero fronterizo desde el lado estadunidense. Son decenas de migrantes los que han sido maltratados y abusados en las cárceles de Estados Unidos, incluso se sabe de presos que han muerto de manera inexplicable en las cárceles y centros de detención privados, y no pasa nada.
Hoy día nos desayunamos con la noticia de que el patrullero homicida ya estaba reincorporado en sus labores de vigilancia. Y de la docena de valientes patrulleros que golpearon hasta matarlo a un migrante esposado, sometido y tirado en suelo, no se sabe nada. Ya ni siquiera se guardan las formas. Parece ser que castigar, ya no se diga juzgar, a un patrullero por el uso excesivo de la fuerza, sería como ajusticiar a un defensor de la patria. La impunidad sólo prospera cuando la sociedad la ignora, la tolera, la justifica, la alienta.
Pero lo que ha pasado en México supera cualquier noticia terrible que venga de Estados Unidos. Ya no podemos ignorar, tolerar, justificar, evadir la violencia a la que se ven sometidos los migrantes que vienen en tránsito por nuestro territorio. La masacre del rancho San Fernando en Tamaulipas es una barbarie que los mexicanos tendremos que recordar, reconocer y asumir con todas sus consecuencias.
Algo se ha roto. Se han superado los límites de lo imaginable. No se trata de un loco homicida que asesina indiscriminadamente. No se trata de una situación de guerra donde se asume que el otro es un enemigo. Tampoco se trata de un exterminio étnico, donde las rivalidades y las obsesiones pueden llegar al delirio. Finalmente la locura, la guerra, los conflictos interétnicos, son situaciones complejas y excepcionales, que no justifican, pero que al menos pueden explicar la situación.
Incluso en el caso de la matanza de inmigrantes haitianos en República Dominicana en 1937, donde fueron masacrados a punta de cuchillo y golpe de machete más de 15 mil personas, podemos encontrar a un culpable. A un dictador asesino, ególatra, violador y déspota como Leónidas Trujillo, que estaba obsesionado con el poder, con blanquear a su mulato pueblo y que veía como una amenaza permanente la frontera por donde huían sus adversarios y por donde entraban negros, extranjeros, indeseables.
Para la masacre de San Fernando no se encuentra explicación. La versión oficial de que esto es consecuencia de la lucha entre los cárteles de la droga no es ni válida, ni suficiente. Es una burla, una excusa de mal gusto. La extorsión de migrantes es una actividad cotidiana a lo largo y ancho del país, que va mucho más allá de un grupo delictivo. La CNDH informa que en promedio se secuestra a mil 600 migrantes por mes. Si bien Los Zetas se han distinguido por ser especialmente sanguinarios, en el delito y el negocio participan funcionarios, policías, soldados, autoridades municipales, comisariados ejidales, jueces, transportistas, policías particulares, agentes de seguridad. Es el amargo resultado de décadas de corrupción e impunidad.
La obsesión del gobierno en su guerra contra los narcotraficantes lo ha llevado a descuidar múltiples frentes, tan preocupantes y nocivos como el tráfico de enervantes. Los grupos de apoyo mexicanos, que son los que dan la cara y arriesgan sus vidas al proporcionar ayuda y cobijo a los migrantes, han denunciado ante las autoridades, en repetidas ocasiones y con lujo de detalles, a los agresores, sus cómplices y sus casas de seguridad.
En un reciente comunicado más de 20 organizaciones mexicanas que trabajan con migrantes denuncian la persistente negligencia del gobierno y denuncian que la masacre de San Fernando no es un hecho aislado. Vuelven a repetir que el secuestro, extorsión violación, explotación laboral y trata de migrantes es consecuencia “de la falta de enfoque de derechos humanos en la política migratoria, la precariedad institucional, la criminalización de facto de la migración irregular y la corrupción e impunidad de los tres órdenes del gobierno”.
Es necesario crear un comando especializado para el combate de este tipo de crímenes que afectan a todo el territorio nacional y que implican a diferentes secretarías y órganos de gobierno. Es necesario capacitar al personal en la perspectiva de los derechos humanos y el cuidado y manejo de víctimas traumadas y aterrorizadas. Es urgente revisar la política migratoria mexicana de retenes, política impuesta por Estados Unidos y que obliga a los migrantes a tomar rutas alternas. El derecho al libre tránsito en México es un derecho constitucional que se debe respetar, y esto incluye a los extranjeros.
Los migrantes en tránsito no son criminales, no hay por qué perseguirlos, acorralarlos, incriminarlos. Si el gobierno persigue a los migrantes en tránsito porque considera que son indocumentados estamos aplicando la ley Arizona en nuestro territorio.
igualdad, fraternidad y libertadel que niega sus orígenes formales e imprime toda la violencia derivada de la crisis que lo atraviesa sobre la población gitana, desde siempre objeto de persecución por su naturaleza incomprendida.
El pretexto formal para las deportaciones de estas semanas es siempre el mismo: seguridad. Y aunque las críticas no hayan faltado –tanto por parte de las instituciones de la Unión Europea (UE) como por la Iglesia católica, la ONU y el amplio abanico de organizaciones pro migrantes–, Sarkozy insiste en expulsar y deportar cientos de ciudadanos de Bulgaria y Rumania –y por ende ciudadanos europeos– bajo la excusa del supuesto carácter ‘criminal’ de estos ciudadanos: las expulsiones son legales, pues se puede restringir el derecho a la libre circulación (de los ciudadanos europeos) por razones de orden público, seguridad y salud
, se responde desde París a las críticas. Y desde Bruselas se declara que el caso se está estudiando con atención. Claro, mientras los burócratas europeos encuentren la razón legal de tanta infamia institucional, el daño ya estará cumplido: al menos 700 ciudadanos gitanos –según el programa francés– serán alejados de sus vidas en tierras gálicas y regresados a un futuro anterior en sus tierras de origen.
Al contrario de la mayoría de los gobierno de la UE, el gobierno italiano hoy festeja pues finalmente encuentra un socio digno de sus violencias. El ministro de Interiores italiano, el racista Roberto Maroni, criticado acremente hace dos años por las expulsiones de gitanos desde Italia, hoy festeja y reivindica la patria potestad de la medida francesa. Tiene razón Sarkozy, advierte, pues no está haciendo nada más que copiar a Italia
. Es más, Maroni insiste con su vieja idea: Hay que hacer más, es decir llegar a las expulsiones de los ciudadanos comunitarios (de la UE) que no respeten las reglas de legal estancia
.
Exagerado. Aún así el italiano corre el riesgo que su tesis pegue y tenga el éxito necesario, sino en sede legislativa, al menos ahí en donde la crisis hoy está llevando sus mayores consecuencias: en el estomago de la vieja Europa, hambrienta hoy como lo fue hace menos de un siglo de un enemigo a quien golpear. Se desbarata y finalmente se desvanece así la validez del criterio jurídico y social de acceso a los derechos contemplado en la idea originaria que separaba a los ciudadanos de la unión de los ciudadanos de países terceros. Ya era discutible esa postura, hoy la creación de ciudadanos de segunda
(los gitanos y los criminales
) rompe inclusive ese postulado de la ciudadanía europea. Así las cosas, la Europa de la integración y la cohesión social, la misma que invirtió 17 mil 500 millones de euros para el periodo 2007-2013 justamente en la integración de los gitanos en 12 países de la UE, es continuamente rebasada y vencida por la Europa policiaca de la seguridad a cualquier precio.
Si el precio se cobra a las poblaciones gitanas parece ser inclusive una ventaja. Esta población ha sufrido las peores persecuciones de la historia y son tales justamente porque, proporcionalmente, nadie las recuerda y, al contrario, casi las justifica. Justificación por prejuicios contra una población sumamente incomprendida por su supuesta diversidad. Suposición a su vez fundamentadas sobre enormes equivocaciones como la que pretende que estas personas tienen la vocación cultural de no quedarse en ningún lugar. La verdad es que los gitanos viven en un mundo en el que no existe proyecto alguno de integración –y comprensión– justamente porque su vida se escapa aún demasiado de todas las categorías previstas. Una población frágil que muchos prejuicios que la rodean obligaron a tener un estilo de vida peculiar. Por lo anterior, los gitanos se convierten en el sujeto más fácil y cómodo para la construcción de chivos expiatorios por sacrificar en el momento más adecuado: campañas electorales, escándalos de palacio, frustración social acumulada, etcétera. Es difícil de creer que en 2010, tras el terrible pasado de Europa en el terreno del racismo y la intolerancia, es todavía posible criminalizar a una etnia entera a través de su señalamiento en cuanto problema social.
Y sin embargo, asusta aún más la ausencia más o menos absoluta de algún tipo de reacción por parte de los otros
ciudadanos europeos. La indiferencia o inclusive el beneplácito frente a las acciones de la policía francesa hoy, italiana ayer, mas europea en general, deja sin palabras al más optimista de los analistas. Este parece ser el presente europeo: no sentirse nunca responsables de alguna manera del destino ajeno porque demasiados ocupados en defender el propio sin siquiera entender que existe una interdependencia que no se puede borrar. Hasta que no llegaran a nuestras casas, podría uno decir, y entonces descubriremos que ya no habrá nadie que se preocupe y proteste por nuestro destino.
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