José Antonio Crespo
Felipe Calderón pretende endilgarnos su guerra contra los capos como si fuera nuestra; no es la guerra de Calderón —dice— sino la de México. Pero nunca consultó a nadie; ni a otros poderes del Estado, ni a los partidos políticos, ni a los expertos en el tema, ni a la sociedad civil. Fue una decisión unilateral —además de precipitada— cuya responsabilidad quiere compartir con todo el país. Pero la deuda histórica será —para bien o para mal— exclusivamente suya. ¿Cómo podremos saber si Calderón ganó su guerra, o cuándo podríamos determinar ese feliz e improbable desenlace? Difícil hacerlo, porque ésta es una guerra sin definición de éxito y con objetivos nebulosos. Ante lo confuso de la estrategia, el propio gobierno ha señalado distintos propósitos en diferentes momentos. Se había dicho que la reducción del consumo era una de las metas; después, cuando se ha visto el incremento del consumo (en México y Estados Unidos) se dijo que no, que no se trataba de reducir el consumo, sino administrarlo. Pero la consigna “para que la droga no llegue a tus hijos” es inequívoca a cuál era el propósito (o uno de ellos).
Se ha dicho también que se trata de fortalecer el Estado de derecho, aplicando la ley sistemáticamente. El problema es, por un lado, que se pretende hacer esto sólo en materia de delincuencia organizada, pero permanece la absoluta impunidad en materia de corrupción general (que es el terreno donde florece el crimen organizado). Ahí no se aplica porque la clase política y sus socios privados se dispararían al pie. En seguida, la aplicación de la ley, al detener o matar capos y consignar sicarios, en este caso no parece generar el efecto buscado en toda aplicación de la ley; disuadir de incurrir en los delitos penalizados. Se señaló también como un objetivo de la guerra recuperar control territorial; si ese es el indicador, pues la cosa está hoy peor que antes. Y si no, que pregunten en Ciudad Juárez, Tamaulipas (incluida Ciudad Mier) y Monterrey. Vaya, ni siquiera hay control en el sistema penitenciario.
El gobierno ha aclarado a veces que reducir la violencia no es un objetivo en sí mismo, y que su incremento temporal es el costo para obtener las otras metas señaladas. También ha dicho que el descabezamiento de capos y captura de sicarios llevará a un punto en que los cárteles se desmoronen, y con ellos la narco–violencia. Hasta ahora, esas medidas se han traducido en un incremento notable de la violencia, en los lugares donde tienen lugar (por la guerra entre grupos y jefes que se disputan el liderazgo y las plazas). Los éxitos parciales del gobierno se traducen en mayor violencia e inseguridad; una paradoja de esta mal planeada guerra. Pero, a veces, como parte de la confusión —y el engaño— el gobierno ha dicho que la violencia disminuiría antes de terminar el sexenio. Fernando Gómez Mont aseguró que la curva de violencia empezaría a declinar este año (cuando al contrario, se ha elevado). Según el gobierno y los apologistas de su estrategia, en algún momento indeterminado empezaremos a ver que la violencia disminuye, pues se habrá desmantelado a los grandes cárteles (como en Colombia, aunque sin los ingredientes que allá fueron esenciales). Pero existe también la posibilidad de que los críticos de esa estrategia —quienes la comparan con patear el avispero— tuvieran razón, cuando afirman que de continuar ésta en sus actuales términos, la violencia seguirá creciendo ad infinitum (por la metástasis involuntaria, pero torpemente provocada). Pero, ¿cómo sabremos quién tenía razón? Al paso del tiempo lo sabremos, se puede pensar. Pero para ello, el próximo gobierno, del color que sea, tendría que continuar con la estrategia calderonista sin modificaciones de fondo. Si por el contrario, y ante el desastre al corte de caja, decide dar un golpe de timón (algo probable), ya no sabremos si la guerra de Calderón era eficaz o no. En tal caso, dados los desastrosos resultados que habrá en 2012, la estrategia quedará registrada como absolutamente fallida, como irracional e incluso contraproducente a los objetivos que buscaba (con todo lo cambiantes y confusos que han sido). Desde luego, y en cualquier caso, la herencia que Calderón dejará a su sucesor en este ámbito será nefasta, pues muchos de los daños provocados por ella parecen irreversibles en el corto plazo.
cres5501@hotmail.com
Investigador del CIDE.
Alejandra Barrales
Felipe Calderón pretende endilgarnos su guerra contra los capos como si fuera nuestra; no es la guerra de Calderón —dice— sino la de México. Pero nunca consultó a nadie; ni a otros poderes del Estado, ni a los partidos políticos, ni a los expertos en el tema, ni a la sociedad civil. Fue una decisión unilateral —además de precipitada— cuya responsabilidad quiere compartir con todo el país. Pero la deuda histórica será —para bien o para mal— exclusivamente suya. ¿Cómo podremos saber si Calderón ganó su guerra, o cuándo podríamos determinar ese feliz e improbable desenlace? Difícil hacerlo, porque ésta es una guerra sin definición de éxito y con objetivos nebulosos. Ante lo confuso de la estrategia, el propio gobierno ha señalado distintos propósitos en diferentes momentos. Se había dicho que la reducción del consumo era una de las metas; después, cuando se ha visto el incremento del consumo (en México y Estados Unidos) se dijo que no, que no se trataba de reducir el consumo, sino administrarlo. Pero la consigna “para que la droga no llegue a tus hijos” es inequívoca a cuál era el propósito (o uno de ellos).
Se ha dicho también que se trata de fortalecer el Estado de derecho, aplicando la ley sistemáticamente. El problema es, por un lado, que se pretende hacer esto sólo en materia de delincuencia organizada, pero permanece la absoluta impunidad en materia de corrupción general (que es el terreno donde florece el crimen organizado). Ahí no se aplica porque la clase política y sus socios privados se dispararían al pie. En seguida, la aplicación de la ley, al detener o matar capos y consignar sicarios, en este caso no parece generar el efecto buscado en toda aplicación de la ley; disuadir de incurrir en los delitos penalizados. Se señaló también como un objetivo de la guerra recuperar control territorial; si ese es el indicador, pues la cosa está hoy peor que antes. Y si no, que pregunten en Ciudad Juárez, Tamaulipas (incluida Ciudad Mier) y Monterrey. Vaya, ni siquiera hay control en el sistema penitenciario.
El gobierno ha aclarado a veces que reducir la violencia no es un objetivo en sí mismo, y que su incremento temporal es el costo para obtener las otras metas señaladas. También ha dicho que el descabezamiento de capos y captura de sicarios llevará a un punto en que los cárteles se desmoronen, y con ellos la narco–violencia. Hasta ahora, esas medidas se han traducido en un incremento notable de la violencia, en los lugares donde tienen lugar (por la guerra entre grupos y jefes que se disputan el liderazgo y las plazas). Los éxitos parciales del gobierno se traducen en mayor violencia e inseguridad; una paradoja de esta mal planeada guerra. Pero, a veces, como parte de la confusión —y el engaño— el gobierno ha dicho que la violencia disminuiría antes de terminar el sexenio. Fernando Gómez Mont aseguró que la curva de violencia empezaría a declinar este año (cuando al contrario, se ha elevado). Según el gobierno y los apologistas de su estrategia, en algún momento indeterminado empezaremos a ver que la violencia disminuye, pues se habrá desmantelado a los grandes cárteles (como en Colombia, aunque sin los ingredientes que allá fueron esenciales). Pero existe también la posibilidad de que los críticos de esa estrategia —quienes la comparan con patear el avispero— tuvieran razón, cuando afirman que de continuar ésta en sus actuales términos, la violencia seguirá creciendo ad infinitum (por la metástasis involuntaria, pero torpemente provocada). Pero, ¿cómo sabremos quién tenía razón? Al paso del tiempo lo sabremos, se puede pensar. Pero para ello, el próximo gobierno, del color que sea, tendría que continuar con la estrategia calderonista sin modificaciones de fondo. Si por el contrario, y ante el desastre al corte de caja, decide dar un golpe de timón (algo probable), ya no sabremos si la guerra de Calderón era eficaz o no. En tal caso, dados los desastrosos resultados que habrá en 2012, la estrategia quedará registrada como absolutamente fallida, como irracional e incluso contraproducente a los objetivos que buscaba (con todo lo cambiantes y confusos que han sido). Desde luego, y en cualquier caso, la herencia que Calderón dejará a su sucesor en este ámbito será nefasta, pues muchos de los daños provocados por ella parecen irreversibles en el corto plazo.
cres5501@hotmail.com
Investigador del CIDE.
Alejandra Barrales
Una década trágica
alejandra.barralesm@gmail.com
Es imposible dejar de hacer un alto para hablar sobre los 10 años del panismo al frente del país, una década que ha costado mucho a los mexicanos, sobre todo por la violencia y por la nula capacidad de generar oportunidades para los jóvenes.
Vimos cómo los panistas acompañaron a Felipe Calderón en su festejo, porque es de ellos, pero la mayoría de los mexicanos nos seguimos preguntando cuál es el proyecto de país que quería ese partido político ofrecernos, porque no se ha logrado. No se trata de una reflexión sólo desde la mirada opositora, sino esta casa editorial nos presentó ayer la lectura de la gente que le da un 6.2 de calificación a su ejercicio de gobierno pero el 51.5 por ciento de los consultados consideran que ha hecho menos de lo esperado.
Y es lamentable que la alternancia a estas alturas deje en la mente de la población la necesidad de mirar al pasado. Es inaceptable la forma en que los gobiernos emanados de un nuevo partido dilapidaran en tan poco tiempo las ilusiones de todo un país para que las cosas cambiaran.
El hecho de derrotar al PRI en el 2000 fue un logro, pero la población no ha notado los beneficios de ese cambio, las estructuras institucionales erigidas por el régimen priísta se mantuvieron, a nadie le ha interesado cambiar nada. México sigue por una ruta que trazó Miguel de la Madrid en 1982, un proyecto económico donde lo que se privilegia es la macroeconomía sin importar la polarización de la población, el incremento de pobres y la condena a las nuevas generaciones para que no tengan sueños.
El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social nos dice que la pobreza alimentaria, es decir la gente que no tiene ni para comer, supera los 18 millones de personas, cifra que venía a la baja, pero se disparó en el 2006; al cierre de 2008 en nuestro país el 47.4 por ciento de los 105.3 millones de personas se encontraba en situación de pobreza. Pero la cosa no paró ahí, la crisis de 2009 dejó en el país 5 millones de pobres, cifra que reconoció el propio Ernesto Cordero cuando era secretario de Desarrollo Social en la Cámara de Diputados.
El proyecto económico del PRI en los 80 era compartido por el PAN, la visión del mercado y la globalización, al margen de las características propias de la población, de pensar en invertir en la gente, se abandonó el proyecto educativo, la industria nacional, el desarrollo del campo.
Una de las consecuencias de esas políticas son los 7 millones de “ninis”, jóvenes a los que el Estado les ha dado la espalda, las nuevas generaciones de mexicanos que no pueden tener sueños y aspiraciones, porque no tienen ni escuela ni trabajo. Para el gobierno panista, ellos son como fantasmas que están pero no existen. Desde otras instancias se busca atender a esta población, y en el Distrito Federal hay varios proyectos, pero es insuficiente la dimensión del fenómeno a nivel nacional.
Jóvenes del campo y de la ciudad que encuentran en el crimen una opción de vida, bajo la filosofía de vivir poco pero vivir bien, se han convertido en carne de cañón para los cárteles de las droga. La violencia ha llegado al grado de contabilizar las muertes en cifras récord, pues en lo que va del año suman más de 10 mil, pero en agosto el Centro de Investigación y Seguridad Nacional nos dijo que de acuerdo con sus cifras eran 28 mil.
El tema no se puede ver con tal indiferencia, los cárteles de la droga han ocupado los espacios que otros han dejado libres, si no hay empleo ellos lo dan, si no hay seguridad ellos se imponen y la población se queda en medio.
Pero no estamos condenados a la fatalidad, tenemos que construir un proyecto político, no podemos seguir por el camino que durante 30 años ha demostrado que favorece la desigualdad. Debemos planear el país que queremos, cómo nos podemos desarrollar, desde la izquierda tenemos una propuesta que está sujeta al juicio de la ciudadanía, el Distrito Federal es el que más invierte en capital humano. Todos podemos cambiar este país y dejar atrás este difícil momento.
Sígueme en Twitter @Ale_Barralesm
Es imposible dejar de hacer un alto para hablar sobre los 10 años del panismo al frente del país, una década que ha costado mucho a los mexicanos, sobre todo por la violencia y por la nula capacidad de generar oportunidades para los jóvenes.
Vimos cómo los panistas acompañaron a Felipe Calderón en su festejo, porque es de ellos, pero la mayoría de los mexicanos nos seguimos preguntando cuál es el proyecto de país que quería ese partido político ofrecernos, porque no se ha logrado. No se trata de una reflexión sólo desde la mirada opositora, sino esta casa editorial nos presentó ayer la lectura de la gente que le da un 6.2 de calificación a su ejercicio de gobierno pero el 51.5 por ciento de los consultados consideran que ha hecho menos de lo esperado.
Y es lamentable que la alternancia a estas alturas deje en la mente de la población la necesidad de mirar al pasado. Es inaceptable la forma en que los gobiernos emanados de un nuevo partido dilapidaran en tan poco tiempo las ilusiones de todo un país para que las cosas cambiaran.
El hecho de derrotar al PRI en el 2000 fue un logro, pero la población no ha notado los beneficios de ese cambio, las estructuras institucionales erigidas por el régimen priísta se mantuvieron, a nadie le ha interesado cambiar nada. México sigue por una ruta que trazó Miguel de la Madrid en 1982, un proyecto económico donde lo que se privilegia es la macroeconomía sin importar la polarización de la población, el incremento de pobres y la condena a las nuevas generaciones para que no tengan sueños.
El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social nos dice que la pobreza alimentaria, es decir la gente que no tiene ni para comer, supera los 18 millones de personas, cifra que venía a la baja, pero se disparó en el 2006; al cierre de 2008 en nuestro país el 47.4 por ciento de los 105.3 millones de personas se encontraba en situación de pobreza. Pero la cosa no paró ahí, la crisis de 2009 dejó en el país 5 millones de pobres, cifra que reconoció el propio Ernesto Cordero cuando era secretario de Desarrollo Social en la Cámara de Diputados.
El proyecto económico del PRI en los 80 era compartido por el PAN, la visión del mercado y la globalización, al margen de las características propias de la población, de pensar en invertir en la gente, se abandonó el proyecto educativo, la industria nacional, el desarrollo del campo.
Una de las consecuencias de esas políticas son los 7 millones de “ninis”, jóvenes a los que el Estado les ha dado la espalda, las nuevas generaciones de mexicanos que no pueden tener sueños y aspiraciones, porque no tienen ni escuela ni trabajo. Para el gobierno panista, ellos son como fantasmas que están pero no existen. Desde otras instancias se busca atender a esta población, y en el Distrito Federal hay varios proyectos, pero es insuficiente la dimensión del fenómeno a nivel nacional.
Jóvenes del campo y de la ciudad que encuentran en el crimen una opción de vida, bajo la filosofía de vivir poco pero vivir bien, se han convertido en carne de cañón para los cárteles de las droga. La violencia ha llegado al grado de contabilizar las muertes en cifras récord, pues en lo que va del año suman más de 10 mil, pero en agosto el Centro de Investigación y Seguridad Nacional nos dijo que de acuerdo con sus cifras eran 28 mil.
El tema no se puede ver con tal indiferencia, los cárteles de la droga han ocupado los espacios que otros han dejado libres, si no hay empleo ellos lo dan, si no hay seguridad ellos se imponen y la población se queda en medio.
Pero no estamos condenados a la fatalidad, tenemos que construir un proyecto político, no podemos seguir por el camino que durante 30 años ha demostrado que favorece la desigualdad. Debemos planear el país que queremos, cómo nos podemos desarrollar, desde la izquierda tenemos una propuesta que está sujeta al juicio de la ciudadanía, el Distrito Federal es el que más invierte en capital humano. Todos podemos cambiar este país y dejar atrás este difícil momento.
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