Sara Sefchovich
La semana pasada, con motivo del centenario de la Revolución, hablé en este espacio del nacimiento de la asistencia social en México, que encabezaron las esposas de los presidentes, haciendo un breve recorrido desde Sara Madero hasta Amalia Cárdenas. Hoy, con motivo de la presentación mañana de mi libro La suerte de la Consorte, en la Feria del Libro de Guadalajara, completaré el recorrido.
Conviene recordar que tanto por el cambio en la actitud europea después de la Primera Guerra Mundial, como por los postulados de justicia social de la Revolución mexicana, la atención a los grupos vulnerables pasó a ser una obligación del Estado. Por eso nace la seguridad social, para garantizar el bienestar de las mayorías, pero que en México se echó a andar sólo para los grupos corporativos como miembros del ejercito, servidores públicos y sindicatos (petroleros, ferrocarrileros) y se mantuvo la asistencia social para la población que estaba fuera de esas estructuras.
En ésta es en la que las esposas de los mandatarios desempeñaron un papel clave. Soledad Ávila Camacho intensificó los repartos de ropa y juguetes y agregó los de máquinas de coser y hasta casas, Beatriz Alemán creó la Asociación Pro Nutrición Infantil, María Ruiz Cortines abrió cocinas económicas y clínicas en zonas populares, pero la actividad alcanzó su punto más alto con Eva López Mateos, quien fundó el Instituto Nacional de Protección a la Infancia, que llegó a repartir millones de desayunos escolares. Eso fue posible porque eran tiempos del llamado “milagro” y el gasto social se elevó hasta casi el 20% del presupuesto y porque la señora hizo un decidido esfuerzo. No sucedió lo mismo con Guadalupe Díaz Ordaz, a quien este trabajo no le interesaba, pero que de todos modos pidió (y le fue concedido por su marido) la creación de un nuevo organismo, la Institución Mexicana de Asistencia a la Niñez, que hacía las mismas labores que en INPI, pero sin que figurara el nombre de su antecesora.
Las tareas de estas instituciones fueron creciendo. María Esther Echeverría formó el voluntariado, visitó comunidades, mandó capacitar parteras empíricas, mejoró la calidad de los desayunos escolares con unas galletas de proteína y huevo y amplió el IMAN hasta hacerlo el Instituto Mexicano para la Infancia y la Familia, lo que iba de acuerdo a la nueva concepción de que no se puede aislar al niño de su entorno.
Cuando tocó el turno a Carmen López Portillo, la institución había crecido tanto y se había hecho tan compleja, que ya no podía ser dirigida por las señoras. Se hizo una completa reestructuración y descentralización y pasó a ser el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia DIF, que se insertó en un plan de dimensiones nacionales. Las consortes quedaron presidiendo el Patronato, pero aún con bastante poder. Por eso Paloma de la Madrid pudo agregar el cuidado de los ancianos y Cecilia Salinas el de los adolescentes, que eran sus intereses propios.
En los 80 empezó un proceso de disminución del interés gubernamental en la institución, lo cual se manifestó en menores presupuestos. Y en los 90 se ve el franco debilitamiento y hasta desmantelamiento de la institución, a lo que contribuyó el desinterés de la señora Nilda Zedillo en ese trabajo. Si el DIF no murió del todo, fue por el esfuerzo de sus directores y de algunas esposas de mandatarios estatales. La puntilla se la dio la señora Marta Fox, quien de plano lo abandonó para crear su propia ONG desde donde ejerció una filantropía clientelar.
Hoy el DIF, institución que fue ejemplar para la asistencia social, es un cascarón vacío a nivel federal, aunque sigue existiendo y la cónyuge del Presidente ocupa su sitio presidiendo el Consejo Consultivo. A nivel estatal, funciona en algunos estados y en otros no, siempre según las ganas y el capricho de la esposa de cada mandatario, que igual lo usa para promocionar “valores humanos” que para crear una clínica de especialidades, sin relación alguna con una agenda nacional y sin perspectiva integral, pero eso sí, con capacidad para decidir el destino de cientos de millones de pesos.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
Conviene recordar que tanto por el cambio en la actitud europea después de la Primera Guerra Mundial, como por los postulados de justicia social de la Revolución mexicana, la atención a los grupos vulnerables pasó a ser una obligación del Estado. Por eso nace la seguridad social, para garantizar el bienestar de las mayorías, pero que en México se echó a andar sólo para los grupos corporativos como miembros del ejercito, servidores públicos y sindicatos (petroleros, ferrocarrileros) y se mantuvo la asistencia social para la población que estaba fuera de esas estructuras.
En ésta es en la que las esposas de los mandatarios desempeñaron un papel clave. Soledad Ávila Camacho intensificó los repartos de ropa y juguetes y agregó los de máquinas de coser y hasta casas, Beatriz Alemán creó la Asociación Pro Nutrición Infantil, María Ruiz Cortines abrió cocinas económicas y clínicas en zonas populares, pero la actividad alcanzó su punto más alto con Eva López Mateos, quien fundó el Instituto Nacional de Protección a la Infancia, que llegó a repartir millones de desayunos escolares. Eso fue posible porque eran tiempos del llamado “milagro” y el gasto social se elevó hasta casi el 20% del presupuesto y porque la señora hizo un decidido esfuerzo. No sucedió lo mismo con Guadalupe Díaz Ordaz, a quien este trabajo no le interesaba, pero que de todos modos pidió (y le fue concedido por su marido) la creación de un nuevo organismo, la Institución Mexicana de Asistencia a la Niñez, que hacía las mismas labores que en INPI, pero sin que figurara el nombre de su antecesora.
Las tareas de estas instituciones fueron creciendo. María Esther Echeverría formó el voluntariado, visitó comunidades, mandó capacitar parteras empíricas, mejoró la calidad de los desayunos escolares con unas galletas de proteína y huevo y amplió el IMAN hasta hacerlo el Instituto Mexicano para la Infancia y la Familia, lo que iba de acuerdo a la nueva concepción de que no se puede aislar al niño de su entorno.
Cuando tocó el turno a Carmen López Portillo, la institución había crecido tanto y se había hecho tan compleja, que ya no podía ser dirigida por las señoras. Se hizo una completa reestructuración y descentralización y pasó a ser el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia DIF, que se insertó en un plan de dimensiones nacionales. Las consortes quedaron presidiendo el Patronato, pero aún con bastante poder. Por eso Paloma de la Madrid pudo agregar el cuidado de los ancianos y Cecilia Salinas el de los adolescentes, que eran sus intereses propios.
En los 80 empezó un proceso de disminución del interés gubernamental en la institución, lo cual se manifestó en menores presupuestos. Y en los 90 se ve el franco debilitamiento y hasta desmantelamiento de la institución, a lo que contribuyó el desinterés de la señora Nilda Zedillo en ese trabajo. Si el DIF no murió del todo, fue por el esfuerzo de sus directores y de algunas esposas de mandatarios estatales. La puntilla se la dio la señora Marta Fox, quien de plano lo abandonó para crear su propia ONG desde donde ejerció una filantropía clientelar.
Hoy el DIF, institución que fue ejemplar para la asistencia social, es un cascarón vacío a nivel federal, aunque sigue existiendo y la cónyuge del Presidente ocupa su sitio presidiendo el Consejo Consultivo. A nivel estatal, funciona en algunos estados y en otros no, siempre según las ganas y el capricho de la esposa de cada mandatario, que igual lo usa para promocionar “valores humanos” que para crear una clínica de especialidades, sin relación alguna con una agenda nacional y sin perspectiva integral, pero eso sí, con capacidad para decidir el destino de cientos de millones de pesos.
sarasef@prodigy.net.mx
Escritora e investigadora en la UNAM
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