Cristina Pacheco
La
luz del mediodía ilumina un jardín cercado. Las personas que se
encuentran allí son mayores de 60 años. Realizan actividades libres:
desde caminar hasta compartir juegos de mesa. Ocupan los extremos de la
banca más apartada Gonzalo y Soledad. Él abre su portafolios, ella lee
una revista.
–¿Le caigo mal, verdad? –Gonzalo saca un fólder y elige un pliego de papel azul.
–Perdón. No lo escuché –parpadeante, Soledad, se despoja de la chalina que envuelve su cabeza.
–Le pregunté si le caigo mal. –Gonzalo dobla el papel a la mitad y verifica que las puntas coincidan.
–Claro que no –asegura Soledad extrañada y sin mirarlo.
–Me sorprende. Por estos rumbos tengo fama de antipático, malgenioso, huraño.
–Es usted muy reservado –dice Soledad en voz baja.
–¿Y eso es delito? –Gonzalo gira el cuerpo y observa a su interlocutora.
–Desde luego que no, pero… –Soledad sonríe a dos mujeres que la
saludan desde la banca al otro lado del sendero. –Hay una cosa: quienes
venimos a este jardín lo hacemos para convivir con personas de nuestra
edad, como tal vez no podamos hacerlo en otra parte o con la familia.
–Soledad procura sonreír: –La vida ha cambiado muchísimo.
Se oye la sirena de una ambulancia. Soledad se lleva las manos al
pecho. Gonzalo permanece atento al ulular que se aleja. Cuando
desaparece retoma la conversación.
II
–Ya no hay tiempo para nada, mucho menos para tener
atenciones con un viejo. –Gonzalo levanta los hombros para demostrar
indiferencia. –¿De qué se ríe?
–Pensé en mi nieto Donovan.
–¿Cómo le dice al muchacho de cariño? –pregunta Gonzalo con acento burlón que Soledad no advierte.
–Nada más Donovan. Es el nombre de un cantante.
–¿Pariente suyo?
–No, pero como mi yerno adora la música...
–¿A qué se dedica Donovan?
–Estudia. Quiere ser físico, o al menos eso creo, porque no me lo ha dicho.
–Así que el nieto no dispone de tiempo para platicar con la abuela. ¿Me equivoco?
–No. Donovan no tiene un minuto para preguntarme cómo amanecí y, en
cambio, invierte una hora o más en hacer cola para comprarse una torta
de chilaquiles. –Avergonzada de su comentario, Soledad desvía el rumbo
de la conversación: –A usted siempre lo veo recortando papeles de
colores. ¿Qué hace con ellos?
–Toda clase de figuras.
–¿Para qué?
–Me divierte y además las vendo.
–¿Tiene un negocio?
–Lo intenté pero no pude. En todas partes las rentas están
carísimas. Mis hijos se ofrecieron a ayudarme con lo del alquiler, pero
no acepté. No quise convertirme en una carga ni darles pretextos para
que me controlaran. –Gonzalo nota el gesto admirativo de Soledad.
–Vendo mis figuras en papelerías y escuelas; a veces me hacen pedidos
en los salones de fiestas infantiles. No gano mucho, pero con eso y lo
de mi pensión puedo seguir independiente y sin arrimarme con nadie.
Vivo solo.
Gonzalo se inclina y revuelve el contenido de un maletín hasta que encuentra unas tijeras.
III
–Para un hombre no debe ser fácil organizar una casa –dice Soledad con prudencia.
–Alquilo un departamentito. Es cómodo, pero algo oscuro. Si
trabajara allí se me iría todo el dinero en pagar la luz. –Gonzalo pule
las tijeras con el faldón de su saco.
–Además, tengo vecinos muy ruidosos que no me dejan concentrarme;
aquí, en cambio, trabajo con luz de día que no me cuesta y estoy
tranquilo.
–¿Por eso viene al jardín?
–¿Creía usted que era por el gusto de conversar con otros viejos
acerca de enfermedades, medicinas, contrariedades? ¡Pues se equivocó!
Prefiero mantenerme aislado aunque me consideren antipático y todo lo
demás. –Gonzalo deja las tijeras en la banca y hace otro doblez en el
pliego azul.
–Cuando lo miraba apartarse de todo el mundo, sacar sus papeles y recortarlos pensé que lo hacía como terapia o por maniático.
–Y le antipatizaba. No lo niegue.
–No es que me cayera mal, pero se me hacía difícil de trato, raro,
inaccesible. Si alguien me hubiera dicho que alguna vez íbamos a
conversar como hemos estado haciéndolo esta mañana, no le habría
creído. –Soledad ve que Gonzalo sonríe, y eso la anima: –Ahora soy yo
quien necesita hacerle una pregunta: ¿por qué me habló? Nos habíamos
visto aquí muchas veces y nunca ni siquiera contestó mis saludos.
–Hoy Ofelia, mi mujer, cumpliría 75 años. Murió de 67, y para mí ha
seguido envejeciendo en su tumba. Fui a visitarla muy temprano. Me
senté a platicar con ella como otras veces, pero me sucedió algo que
nunca me había ocurrido: me hizo mucha falta su voz. ¿Sabe usted cómo
se siente extrañar una voz? –Gonzalo hace una pausa larga. –El mundo se
me volvió puro silencio. Tuve miedo, necesidad de oír a una mujer que
me respondiera, que me llamara por mi nombre.
–No me lo ha dicho.
–Gonzalo.
–Es muy bonito. ¿Lo heredó de su padre?
–Tal vez. Nunca lo conocí ni en retrato. Mi madre jamás me habló de
él y no me hizo falta: ella lo fue todo para mí. Cuando me casé con
Ofelia me dijo que ahora sí podría irse en paz. Y así fue: mi madre
murió como los justos: sin sufrir ni darse cuenta. En fin, no sé por
qué le estoy diciendo todo esto.
–Porque hoy su esposa cumpliría 75 años, extrañó su voz y sintió que
necesitaba… –Soledad corta la frase abruptamente: –Le agradezco haber
tenido la confianza de hablarme de sus cosas.
–Y yo a usted la paciencia de oírme. Por cierto, no me ha dicho cómo se llama.
–Soledad. Cuando estaba en la primaria mi maestra Eva decía que era
un nombre demasiado triste para una niña. –Ve que las dos mujeres en la
banca de enfrente interrumpen sus labores. –Tere y Marcela ya se van.
Es hora de que yo también me vaya.
Sin comentarios, Gonzalo toma las tijeras y empieza a recortar el
pliego azul. Soledad guarda la revista en su bolsa de rafia y se dirige
a la salida del jardín. Ya en la calle piensa que pudo haberse quedado
más tiempo con Gonzalo y la asalta la pregunta que él le formuló
minutos antes:
¿Sabe usted cómo se siente extrañar una voz?
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