Cristina Pacheco
A partir de este año mi
madre será para siempre menor que yo. Siento que conforme yo avance en
el tiempo –o él avance sobre mí– ella se quedará detenida en una fecha,
mirándome alejarme, agitando la mano para decirme
adiós. Nuestros papeles están cambiados. Me pregunto si, de ahora en adelante, eso me autoriza a peinarle el cabello con gotas de limón, a ordenarle
no comas con la boca abierta,
no oigas las conversaciones de las personas mayores,
se dice con permiso y por favor.
Las ocasiones en que me dejaba para ir al encuentro de mi padre me decía:
Antes de que me vaya ¿no vas a regalarme una sonrisa, un abrazo siquiera?Por venganza, dolida por la separación, cuyos motivos yo era entonces incapaz de comprender, lejos de obsequiarle las caricias que me pedía me daba vuelta para entrar en la casa a toda prisa, como si en aquel momento mi mayor deseo fuese alejarme de ella, de su aroma, de su dulce tibieza.
Después, cuando su ausencia era ya irremediable –ni sus pasos, ni su
sombra en la casa– me oprimían la culpa y el arrepentimiento. Para
desterrarlos alentaba la esperanza de que sucediera un imposible: que el
tiempo retrocediese hasta el momento en que ella me había dicho:
Antes de que me vaya ¿no vas a regalarme una sonrisa, un abrazo siquiera?Necesitaba de ese milagro –la vuelta atrás del tiempo– para enmendar mi error, para dejarla ir tranquila con mi abrazo entibiando su piel, reconfortada por mi sonrisa y satisfecha de mis promesas:
Voy a portarme bien, a decir por favor y a estar contenta.
En esas circunstancias ficticias estoy segura de que ella me habría dicho:
¿Qué quieres que te traiga: una muñeca, un juego de té?Para una niña de siete años ambas cosas eran codiciables, pero ante la inminencia de la separación los juguetes perdían su encanto porque yo sólo deseaba un obsequio: el pronto regreso de mi madre para seguir escuchando sus historias.
II
Sigo hablando de Gracia, mi madre. Ella es quien desde
este momento será, por el resto de mi vida, un año menor que yo. Bajo
las nuevas circunstancias, me corresponde darle consejos, preguntarle
qué quiere que le traiga de regalo cuando salga de viaje y, a mi
regreso, alegrarla contándole historias. Lástima que carezca de la
habilidad con que ella inventaba las suyas: una para cada circunstancia,
siempre nuevas, recién salidas de su talento inagotable.
Cada que voy al cementerio a visitarla tengo la sensación de
que su tumba se ha empequeñecido, como si se tratara de un cuerpo que
envejece, y que allí no pueden caber mi madre y todos los personajes que
inventó. Tenían antepasados, nombre, facciones y, desde luego, señas
particulares: un lunar, una cicatriz, la forma de los labios, la mirada.
Más me intrigan los personajes que no alcanzaron el nivel de las
palabras con que mi madre pudo haberles dado vida. ¿Dónde quedaron? Si
duermen, ¿cómo soportan el encierro sin esperanzas de abandonarlo alguna
vez? No lo sé, y es ocioso que me lo pregunte. Pero tengo que hacer
algo con la idea de toda esa gente compartiendo la tumba. Juro que no lo
invento: se ha empequeñecido. Quizás también lo advierta ella, quiero
decir, mi madre.
III
Siempre hablo de ella. A veces abiertamente, pero hay
ocasiones en que la disfrazo, le cambio el color del cabello, la ropa,
el porte, la estatura, el tamaño de su sombra y el nombre. Unas veces la
llamo Josefina y otras Teresa o Emma o Azucena o Victoria. Desde esa
falsa identidad piensa, lucha, trabaja y en sus raros momentos de
descanso me llama con diminutivos cariñosos que nadie más que yo conoce.
Esas expresiones exclusivas me aseguran de que bajo el disfraz y la
nueva identidad –Josefina, Teresa, Emma, Azucena, Victoria– está ella
maravillándose de todo, enamorada de mi padre hasta los huesos, bella
con sus aretes de filigrana, siempre dispuesta a inventarme historias.
Nunca se me ocurrió llevar la cuenta, pero sé que fueron muchísimas.
De la mayoría sólo recuerdo escenas. Procuro reproducirlas en detalle,
las cambio de lugar, las revuelvo como si se tratara de pedazos de
vidrio en un caleidoscopio. No es mucho lo que consigo, pero eso tiene
que bastarme para hacer menos gravoso el ya prolongado silencio de mi
madre.
Entre toda esa pedacería de evocaciones se salvaron dos relatos muy
breves. Siempre me prometo escribirlos. Cuando al fin me decida lo haré
con un lápiz amarillo, en un cuaderno rayado y sentada ante la mesa de
la cocina para redactar con mi mejor letra lo que me dicte mi madre
desde más lejos que el recuerdo.
Para llevar a cabo ese ejercicio necesitaré oír su voz. Si no lo
consigo tendré que inventársela. Hago lo mismo con los personajes en que
la convierto cuando necesito hablar de ella y de nadie más. Al decir
esto –ella y nadie más– es claro que estoy refiriéndome a Gracia, mi
madre.
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