Las sociedades
disciplinarias funcionan organizando grandes espacios de encierro por
los cuales pasan todas las personas: desde la familia y la escuela hasta
el cuartel y la fábrica, en ocasiones la cárcel y el hospital. Según
Michel Foucault, quien estudió a fondo las técnicas disciplinarias,
estos espacios comenzaron su andadura en el siglo de la revolución
francesa, hasta volverse corrientes en el siglo siguiente, en plena
expansión del capitalismo. La masacre era la forma con que el sistema
intentaba aplacar a quienes no encajaban en la disciplina, como la mayor
parte de los pueblos indígenas y negros, entre otros.
Las más diversas resistencias, desde los obreros, las mujeres y los
jóvenes, hasta los pueblos oprimidos y los enfermos consiguieron
neutralizar y desbordar los centros de encierro donde funcionaba la
disciplina. La crisis de la familia nuclear, así como la de la fábrica
fordista, llevaron al sistema a reconfigurar las formas de dominación.
Cuando el encierro ya no funciona, comienza a ser sustituido por las
llamadas
sociedades de control, como las ha denominado Gilles Deleuze.
Según el filósofo, en su breve y excelente texto “ Post-scriptum sobre las sociedades de control”, el control al aire libre apela a tecnologías no fijas, que funcionan como
un tamiz que varía en cada punto. El marketing, el consumismo, el endeudamiento, los sicofármacos y las máquinas informáticas, en vez de las máquinas simples, son algunas de las técnicas del control a cielo abierto, que poco a poco van componiendo
un nuevo régimen de dominación. Hasta aquí, ninguna novedad.
Sin embargo, estas técnicas funcionan en el norte del mundo. O mejor,
en las zonas del ser, donde la humanidad de las personas es reconocida y
la mayor parte de la gente es controlable mediante las deudas, la
televisión y el consumismo. Pero, ¿qué sucede en la zona del no-ser,
donde esas técnicas no pueden obtener los mismos resultados? En estas
zonas las relaciones sociales son bien diferentes, heterogéneas,
respecto de las hegemónicas. No sólo son demasiado pobres para
endeudarse, como destacaba Deleuze. Son diferentes.
La primera diferencia es la hegemonía de los valores de uso frente al
predominio de los valores de cambio en la zona del ser. El capitalismo
ha moldeado sólo parcialmente la vida cotidiana y las relaciones entre
las familias, por lo que la ayuda mutua, la cooperación, el intercambio
de bienes no mercantilizados y la solidaridad juegan un papel central.
Incluso el dinero funciona como valor de uso, como enseñan los bancos
populares que existen entre los de abajo.
La segunda es la potencia que tienen las relaciones comunitarias y de
reproducción de la vida frente al individualismo y la producción que
caracterizan la zona del ser. No sólo existen comunidades formales, sino
relaciones sociales ancladas en los trabajos colectivos, tequio o
minga, que producen bienes para el autoconsumo y el intercambio, sino
que buena parte de esos trabajos están focalizados en la reproducción.
Quizá podemos decir que en la zona del no-ser las diferencias y el
antagonismo entre producción y reproducción son pequeñas.
La tercera diferencia se relaciona con la existencia de
múltiples formas de trabajo: salario, reciprocidad, esclavitud,
servidumbre y emprendimiento mercantil familiar. Esa diversidad se hace
aún más compleja porque buena parte de los asalariados conviven con dos y
hasta tres relaciones de trabajo distintas. De modo que no puede
decirse que haya una forma central, sino un conjunto de relaciones
laborales complementarias, aunque todas estén sometidas al régimen
capitalista.
El abajo organizado es un mundo de afectos y de confianzas fuertes,
que estrecha las posibilidades de control por medio de las deudas, por
ejemplo, o del marketing, donde las solidaridades neutralizan
los mecanismos de control. Entonces, ¿cómo se controla a cielo abierto a
esta parte de la humanidad?
El régimen de control en la zona del no-ser tiene en el narco y
en el feminicidio sus ejes centrales. Donde los jóvenes no son
domesticables y las mujeres no obedecen ni al esposo ni al cura; donde
ellas crearon formas de vida y reproducción de la vida en sus mercados
autocontrolados y los jóvenes practican culturas diferentes, no
integrables en los circuitos dominados por los monopolios del
entretenimiento. El narco impide que los chicos desplieguen sus
formas de vida y el feminicidio actúa contra las mujeres rebeldes. En
ambos casos apuntan a revertir la crisis del patriarcado y el desborde
de los espacios de encierro.
El narco tiene un carácter sistémico. El feminicidio
también. Quien piense que son desviaciones o extravíos de pervertidos se
pierde en el laberinto de los modos de dominación y queda sin
posibilidades de reaccionar. Este carácter sistémico puede apreciarse en
la no reacción de los estados-nación a la masacre que están provocando,
porque les apuntalan la dominación en tiempos de crisis sistémica o, en
lenguaje zapatista, cuando la tormenta empieza a desplegarse contra los
de abajo.
El problema es que esta realidad (el papel del narco y del
feminicidio) no se puede percibir desde la academia o desde las
instituciones estatales. Hay que estar allí, en la favela o en la
comunidad, para comprender hasta qué punto las autoridades son cómplices
y, de modo muy particular, los aparatos armados del Estado. En muchos
barrios los narcos se instalaron protegidos por policías o
militares. Unos y otros trabajan en la misma dirección: neutralizar a
los de abajo. La única forma de hacerlo, en este periodo, es mediante el
exterminio masivo. Eso es la tormenta.
Se dice que las diferentes formas de opresión conllevan otras tantas
formas de resistencia, y que éstas pueden desplegarse con mayor vigor en
la medida en que las opresiones sean iluminadas. Por eso es importante
discernir el papel que el narco y el feminicidio están jugando, como núcleo de las nuevas contrainsurgencias.
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