Ana habló por ella y en un más allá de ella que nombra las circunstancias de decenas de miles de mujeres en México.
lasillarota.com
La golpiza que le propinaron a Ana Guevara, la violencia de los
comentarios que despertó su denuncia. Que si “es hombre”, que si “para
qué anda en moto”. Que si “es lesbiana”. El rostro hinchado, el ojo que
casi pierde. La operación. Ana muestra su rostro. Da una conferencia de
prensa en el Senado. Su compañero senador hace una introducción un
poquito larga antes de que ella hable. Pero ahora va a hablar,
suponemos. El senador que abre la conferencia de prensa termina su
“presentación” y le pasa el micrófono a Manuel Bartlett, Ana está en
medio de los dos, incómoda en su silla. Muy adolorida. Bartlett se niega
con un gesto a tomar el micrófono y deja claro que quien tiene que
hablar es Ana. El lenguaje de la violencia está escrito en su rostro. Es
su voz la que queremos escuchar.
Ana habla. Es tan minúsculo. Tan casi imperceptible. ¿Qué hubiera
sucedido si Bartlett toma el micrófono? Ana con sus heridas encima, las
físicas y las emocionales, hubiera permanecido allí, escuchando cómo
los otros hablan de ella, para manifestarle su apoyo. Sin subestimar ni
un milímetro, por supuesto, el valor de todos los apoyos y de todas las
medidas de protección que reciba una persona víctima de violencia, es
la voz de Ana la que importa. Ese gesto tan “pequeño” de un hombre que
le pasa el micrófono a otro en una circunstancia como esta, (mientras la
víctima espera) no deja de llamarme la atención. Como si fuera parte de
un remoto ritual que no logramos superar en México: “hablemos por
ellas”.
Ana habló por ella y en un más allá de ella que nombra las
circunstancias de decenas de miles de mujeres en México. A diferencia
de la mayoría de las mujeres víctimas de la violencia cotidiana, tiene
una tribuna. ¿Por qué reprochárselo? ¿Por qué no reconocer que su
llamado a “Una cruzada contra la violencia”, puede convertirse en uno
de los caminos hacia ese parte aguas indispensable: Ni una menos. Nos
queremos vivas. Cada mujer tiene derecho a denunciar, a ser escuchada y
atendida. A que se le haga justicia. Cada mujer tiene derecho a acceder a
sus palabras sin que como inexplicable “castigo”, a no sé qué “osadía”
se le victimice de nuevo: en redes sociales, en un ministerio público,
en las cuadras alrededor de su casa.
¿Acaso no se trata de sumar? El problema no es que Ana Guevara tenga
un nombre público y por lo tanto un acceso a espacios públicos de
denuncia, (antes que nada, por sus talentos deportivos), sino el
desamparo casi absoluto en el que se encuentran quienes no lo tienen. En
un texto excelente llamado “Golpiza a la campeona”, Lydia Cacho analiza
distintos rostros (imágenes intensas en sus contendidos.
Imágenes-denuncia) que en su momento, se convirtieron en emblemáticos
de una tragedia, y agrega: “El caso de Ana Gabriela … se convirtió en un
emblema de algo que constantemente repiten las activistas que defienden
a víctimas de diversas violencias ‘si me sucede a mí, te puede suceder a
ti’”. Y ese dato, “la identificación”, no es un dato menor.
El hecho de que más personas se identifiquen con Ana Guevara (a pesar
de la cantidad de ataques de los que ha sido víctima en redes sociales,
también en redes, una oleada imparable de personas le manifiestan su
apoyo), no es un fenómeno desconocido, como tan bien explica Lydia en su
texto. Reconocemos su rostro y su trayectoria como deportista. Pero,
¿invalidaríamos la valentía de su denuncia porque es senadora? ¿Deja de
existir su cuerpo golpeado? ¿Su impotencia? ¿Su dolor? ¿Nos vamos a
negar a escuchar sus propuestas y a apoyarlas, si pueden convertirse en
realidades que un día – lo más pronto posible- nos protejan a todas?
Hace tiempo, una periodista estadounidense fue agredida en la
Condesa. Escribí las circunstancias del ataque del que fue víctima y su
denuncia. Recibí un mensaje de una compañera feminista a la que respeto
mucho: “¿Por qué tantas/os hablan de ella? Es periodista, es
extranjera, y le sucedió en una colonia elegante, lo que nos sucede a la
mayoría de las mujeres que caminamos las banquetas de Iztapalapa y
nadie nos hace caso”. No tuve palabras para responder. Aún no las tengo.
Un Estado de derecho es aquel en el que las/los ciudadanas/os son
iguales ante la ley. No estamos allí, es el más rotundo de los hechos.
Pero en ese deseo empecinado de avanzar hacia ese momento de
indispensable igualdad, toda denuncia contra la violencia misógina y su
naturalización -tan cotidiana- importa. Importa que una figura
emblemática: “la gran medallista mexicana” se muestre públicamente en su
integridad tan brutalmente vulnerada.
Muestra su rostro y manda un mensaje muy claro: la víctima no tiene
nada de qué avergonzarse. La víctima tiene derecho a denunciar y a
exigir justicia. No silenciemos ninguna de las tan diversas formas de la
infamia. Recuerdo a Elisa oculta debajo de la mesa en su casa, el
agresor ya estaba muy lejos (impune), pero ella durante dos días no
quiso salir de debajo de aquella mesa. Hasta que su hermana se deslizó
debajo de la mesa con ella y allí “escondidas”, conversaron. Tanto
miedo. Tanto dolor. Tanta vergüenza. Los agresores se placean y las
víctimas se esconden.
La campeona mexicana Ana Guevara tuvo el valor de mostrarse en toda
su fragilidad. Por ella y por todas. Por ella y por cada una. Cada
una/o desde nuestros espacios, desde donde podamos: comencemos,
continuemos esa batalla minuciosa y cotidiana. Coloquemos nuestro
granito de arena. Escuchar, analizar, denunciar. Ya basta de violencia
contra las niñas, las adolescentes y las mujeres. Ya basta de
violencia. En youtube, hay “tutorials”, que enseñan cómo maquillarse
para disimular un rostro golpeado, en respuesta UNIFEM creó este
“tutorial”, “¡No lo escondas!” Se los comparto. Espero que muchísimas
personas podamos mirarlo y escucharlo.
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