Por
Mario Patrón Sánchez*(Proceso).-
En un país inmerso en una crisis
inédita de violencia y faltas a las garantías más fundamentales, el Día
de los Derechos Humanos –que se celebra este sábado 10– no puede ser un
mero acto de conmemoración; es un día que nos recuerda lo alejados que
estamos de los estándares que debería cumplir un país que se pretenda
democrático. No se trata, como se ha querido presentar, de un tema de
percepciones o conspiraciones: los datos duros y las observaciones de
mecanismos internacionales de vigilancia de los derechos humanos así lo
demuestran.
Cuatro son los factores que caracterizan el momento actual de crisis:
la existencia de graves violaciones a los derechos humanos –como
tortura, desaparición y ejecuciones extrajudiciales–, la impunidad
sistemática que vive el país, los altos índices de corrupción y la
macrocriminalidad que padecen regiones enteras de México.
Después de visitar el país, la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) “constató en terreno la grave
crisis de derechos humanos que vive México, caracterizada por una
situación extrema de inseguridad y violencia; graves violaciones, en
especial desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y tortura;
niveles críticos de impunidad y una atención inadecuada e insuficiente a
las víctimas y familiares”.
Por
su parte, el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la
Organización de las Naciones Unidas (OACNUDH) advirtió que “hay un
amplio consenso nacional, regional e internacional sobre la gravedad de
la situación actual de los derechos humanos en México”.
Las dimensiones de la crisis son patentes si se revisan las cifras de
violaciones graves a derechos humanos, de dimensiones comparables a los
entornos con conflictos armados internos.
Respecto a las desapariciones, sin incluir la cifra negra, los datos
oficiales reconocen ya más de 28 mil registros, que aumentan a un ritmo
de 11 desapariciones al día. El Comité contra las Desapariciones
Forzadas (CED) de la ONU advirtió que la desaparición se aplica de
manera generalizada en gran parte del territorio mexicano y que muchas
de ellas podrían calificarse como desapariciones forzadas, es decir,
cometidas por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que
actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado.
En cuanto a la tortura, la propia Procuraduría General de la
República (PGR) ha reconocido cifras que implicarían al menos seis casos
diarios en el ámbito federal. En un cálculo conservador, proyectando
los números al fuero común –donde se ventila la mayor parte de los
juicios penales– podríamos hablar de que anualmente acontecen en México
cerca de 10 mil casos de tortura y/o tratos crueles, inhumanos o
degradantes. Esto se corrobora en el informe de la visita a México del
entonces relator especial de la ONU sobre la Tortura y Otros Tratos o
Penas Crueles, Juan Méndez, quien indicó que esta grave violación es de
uso generalizado en diversas partes del país tanto por policías
municipales, estatales y federales como por las Fuerzas Armadas. El
relator constató que la tortura sigue siendo un método de investigación
entre la detención y la puesta a disposición de las personas detenidas.
Por lo que toca a la situación de violencia y ejecuciones a manos de
autoridades formalmente instituidas, persiste un clima de generalizada
incapacidad del Estado para garantizar el derecho a la vida, como lo
afirmó el relator de la ONU en la materia, Christoph Heynes. El sexenio
actual podría terminar con cerca de 130 mil asesinatos. Tan sólo entre
2007 y 2015 se reportaron 152 mil muertes violentas, que por mucho
exceden cifras propias de conflictos bélicos. Más específicamente
aludiendo a las privaciones arbitrarias de la vida atribuibles a la
acción directa de agentes estatales, estudios académicos han podido
determinar –mediante la metodología del índice de letalidad– que las
policías, el Ejército y la Marina están empleando la fuerza letal de
manera desproporcionada. Casos como Tlatlaya, Tanhuato, Apatzingán y La
Calera, entre otros, hacen patente esta preocupación.
Esta alarmante concurrencia de graves violaciones a los derechos
humanos no se explicaría sin un elemento que alienta su repetición y
crecimiento: la impunidad.
El 98% de los delitos cometidos y denunciados quedan sin resolver, y
las graves violaciones a derechos humanos no son la excepción. La
corrupción, por su parte, continúa a la alza. En el Índice de Percepción
de Corrupción de 2015, México se ubicó como el país con la puntuación
más baja entre los 34 integrantes de la Organización para la Cooperación
y el Desarrollo Económicos (OCDE). Estudios del Banco Mundial
(Worldwide Governance Indicators: Control of corruption) dan cuenta de
que la suma de la corrupción política y la económica podría significar
el 9% del PIB en nuestro país.
La macrocriminalidad que azota amplias zonas del país se caracteriza
por los vínculos entre el poder político y el crimen organizado que
victimizan a miles de personas y se traducen en la cooptación de
parcelas del Estado. Esto, aunque el gobierno federal insista en
negarlo, trasciende por mucho el nivel municipal. Tragedias como
Ayotzinapa y Tierra Blanca sólo se explican en este contexto de
macrocriminalidad.
Pero más allá de los números, la crisis de graves violaciones a
derechos humanos que generan la impunidad, la corrupción y la
macrocriminalidad se traduce en cuotas inconmensurables de dolor. Nos lo
enseñó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y nos lo volvió
a recordar la explosión de rostros sufrientes que siguió a la
desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Nos lo resumió
terriblemente hace poco una víctima cuando le oímos decir: “Vivo en un
país donde una madre es afortunada si encuentra a su hijo desaparecido
en una fosa clandestina”.
Frente a esta realidad de atrocidades, el reto de revertir la crisis
de derechos humanos es inmenso. Pero hoy contamos con insumos relevantes
para trazar ese camino. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para
los Derechos Humanos formuló una serie de recomendaciones
fundamentales, que recientemente ha hecho públicas. El Grupo
Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), nombrado para el
caso Ayotzinapa por la CIDH, dejó también un legado de propuestas de
cambio estructural que podrían transformar la cara de la justicia
mexicana.
En esencia, esta ruta supone activar simultáneamente cinco pistas de
acción: repensar la política de seguridad, fortalecer el marco
normativo, transformar la procuración de justicia, esclarecer los casos
emblemáticos de la impunidad y profundizar la cooperación internacional.
Pero desde el ámbito oficial, empeñado aún en disputar el diagnóstico
sobre la crisis atribuyéndolo a una sobreexposición de México a la
supervisión internacional y al muy citado “mal humor social”, este
impulso no sólo no se ha activado sino que incluso se presentan amenazas
de retroceso.
En cuanto al debate sobre el modelo de seguridad, recientemente hemos
cumplido 10 años de la denominada “Guerra contra el crimen organizado”,
la cual a todas luces ha fracasado: la violencia no ha disminuido, las
instituciones policiales no se han fortalecido y, como se advirtió, la
impunidad es generalizada. Pero en vez de acometer con seriedad el
diseño de un programa de retiro paulatino de las Fuerzas Armadas de las
tareas de seguridad –como lo han propuesto los mecanismos
internacionales en la materia–, se reaviva la idea de generar un marco
legal ad hoc para el Ejército y la Marina normalizando el estado de
excepción bajo el concepto de la seguridad interior. La prioridad debe
estar puesta en reformar democráticamente a las instituciones civiles de
seguridad.
Respecto del fortalecimiento del marco jurídico de derechos humanos,
todo parece indicar que de nuevo concluirá otro periodo legislativo sin
que se aprueben las leyes generales en materia de tortura y desaparición
forzada, pese a que su adopción se anunció desde 2014.
Por cuanto hace a renovar el rostro de la justicia, aún está por
acreditarse la disposición del Ejecutivo y de los partidos políticos
para abrir genuinamente el debate en torno al diseño de la Fiscalía
General de la República, fundamental en la agenda de combate a la
impunidad. En este tema, gracias a la presión de la sociedad civil, fue
necesario que se presentara una iniciativa de reforma constitucional
–por cierto aún no dictaminada ni votada– para disminuir la amplia
percepción de que esa institución nacería con la autonomía acotada. Sólo
mediante un proceso abierto y participativo se logrará contar con un
diseño institucional que asegure la autonomía, independencia e
imparcialidad necesarias.
Qué decir sobre el esclarecimiento de los casos emblemáticos:
Ayotzinapa muestra el tamaño del rezago. El paradero de la totalidad de
los estudiantes desaparecidos no ha sido esclarecido y las
irregularidades verificadas en la investigación no han sido sancionadas,
pese a los intentos de algunos funcionarios honestos. Tlatlaya, por
señalar otro ejemplo entre muchos, continúa en la más oprobiosa
impunidad. La lista sería interminable… basta recordar que tenemos más
de 28 mil personas desaparecidas a las que se debe garantizar la verdad y
la justicia.
Finalmente, la cooperación internacional no se ha profundizado. El
modelo del GIEI no se ha replicado en un esquema permanente que ayude a
incorporar las mejores prácticas regionales para revertir la impunidad.
Por otro lado, la posición de México frente al sistema internacional de
derechos humanos sigue siendo ambivalente. El funcionamiento del
Mecanismo Especial de Seguimiento en el caso Ayotzinapa, la inminente
visita a México del Subcomité sobre la Tortura y el conocimiento de los
casos Atenco y Alvarado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos
en 2017 pondrán a prueba la apertura de México a la supervisión
internacional.
Los contextos de macrocriminalidad en donde la institucionalidad del
Estado está prácticamente diluida apuntan a la necesidad de construir
mecanismos extraordinarios de combate a la impunidad, como ha sucedido
en otros países, siendo Guatemala el ejemplo más cercano.
En suma, a dos años de que finalice el sexenio falta que el Estado
reconozca la magnitud de la crisis para transitar hacia una salida
democrática y acorde con los derechos humanos. El Ejecutivo no termina
de aceptar el diagnóstico, acuerpado por su partido, pero en el resto de
las fuerzas políticas tampoco es distinguible una plena y generalizada
aceptación del tamaño de la crisis. Hoy por hoy, la mayor oposición
política a prácticas regresivas de violación de derechos parece provenir
más de la sociedad civil organizada que de los partidos políticos.
Este contexto plantea un reto de enormes proporciones para la
sociedad, y en especial para las organizaciones dedicadas a la defensa y
promoción de los derechos humanos. En medio de ese panorama oscuro, la
esperanza brota sin duda de los grupos de víctimas y familiares, que
actúan como activistas, abogados y redes de apoyo e incluso como
investigadores con sus búsquedas en campo; de los trabajos periodísticos
independientes que dan rostro a las víctimas y narran sus historias; de
las y los académicos que orientan sus investigaciones a la promoción de
la justicia; de las y los jóvenes que nacen a la vida política en
marchas e intervenciones artísticas con las que defienden y reivindican
la dignidad de todas las personas; de la solidaridad internacional con
la sociedad civil mexicana.
La crisis de derechos humanos en México no ha sido superada y el
panorama no es alentador. Al recibir la Medalla Belisario Domínguez, ya
en medio de estos años de violencia sin fin, Miguel Ángel Granados Chapa
avizoró la hondura del momento y dijo: “No es que la sociedad mexicana
carezca de experiencia ante las crisis; la ha adquirido a fuerza de
golpes, de caer y levantarse, de deplorar lo perdido y comenzar de
nuevo, pero pocas veces en la historia habían convergido adversidades de
tan distinta índole y semejante gravedad”. Al mismo tiempo, señaló:
“percibimos que la energía social de los mexicanos es capaz de enfrentar
esas adversidades con fortuna, sobre todo si utiliza nuevos
instrumentos o de modo diferente emplea aquellos de que la República se
dotó desde la hora de su fundación”.
Los derechos humanos, hoy en México, hacen parte de esos instrumentos
que hay que utilizar para hacer frente a la noche; en ponerlos al
servicio de los más excluidos y victimizados se juega, en buena medida,
la posibilidad de enfrentar con fortuna este momento adverso. Recordarlo
así este sábado 10 es una manera digna de conmemorar el Día de los
Derechos Humanos.
*Director del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez
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