Invisibilidad del trabajo doméstico y de los cuidados
Revista Anfibia
Federici, sin pelos en la lengua, dirá que 'la esposa ama de casa está al servicio de su esposo psicológica, emocional y sexualmente, cuida a los niños, limpia sus medias y levanta su ego'. Eso que llaman amor es trabajo no pago…" |
¿Por
qué asumimos que las tareas del hogar pertenecen a la mujer?¿por qué
planchar y barrer pueden "vulnerar la masculinidad"? La asimetría en la
distribución del trabajo doméstico es una de las mayores fuentes de
desigualdad entre varones y mujeres y trasciende la brecha salarial, escribe la economista Mercedes D'Alessandro.
Las
argentinas se ocupan del 76% de esas tareas, cuyo valor solo aparece
cuando son tercerizadas en manos de otras mujeres, muchas de ellas
trabajadoras informales. ¿Acaso las más ricas o profesionales oprimen a
las más pobres y sin educación?
Adelanto de “Economía feminista. Cómo construir una sociedad igualitaria (sin perder el glamour)", de Sudamericana.
Adelanto de “Economía feminista. Cómo construir una sociedad igualitaria (sin perder el glamour)", de Sudamericana.
He tratado todo lo que se supone que una mujer debe hacer…
Puedo hacerlo todo y me gusta, pero no te deja nada sobre
lo que pensar —ningún sentimiento acerca de quién eres—.
Nunca tuve ninguna ambición profesional. Todo lo que quería
era casarme y tener cuatro hijos. Amo a los chicos y a Bob y a mi hogar.
No hay ningún problema al que pueda ponerle nombre. Pero estoy
desesperada. Empiezo a sentir que no tengo personalidad.
Soy una servidora de comida, pongo pantalones y hago la cama,
alguien que puede ser llamada cuando quieren algo. Pero ¿quién soy?
Betty Friedan, La mística de la feminidad
Era
sábado a la tarde y mi amigo Iván escribió simpática e irónicamente en
su Twitter: “Plancho una camisa escuchando Cat Power porque estoy muy
seguro de mi masculinidad”. Lo reproduje en mi propia cuenta con el
agregado: “Acá un compañero engañado por los estereotipos. ¿Planchar es
de mujer o acaso escuchar Cat Power? ¿Es malo no ser masculino?”.
Enseguida empezó una catarata de anécdotas personales y reflexiones. En
ese simple comentario de Iván se condensa mucho de lo que trata este
capítulo: ¿por qué asumimos que las tareas del hogar pertenecen a la
mujer?, o ¿por qué planchar y barrer pueden vulnerar la masculinidad? Y
también, ya que estamos, ¿de qué se trata la masculinidad mainstream?
A
lo largo de todo el planeta, el tiempo que destinan mujeres y varones a
las labores domésticas está muy desbalanceado: ellos dedican más tiempo
a los trabajos pagos mientras que ellas son quienes hacen el trabajo no pago del hogar como limpiar, cocinar, hacer las compras, ocuparse de los niños y ancianos. Aunque
estas labores domésticas son imprescindibles e ineludibles para que la
sociedad funcione, suelen ser menos valoradas social y económicamente
que el trabajo pago. Vale pensar qué respondería uno mismo a la pregunta
¿cuánto tiempo trabaja usted por día? En general, no se contabilizan
dentro de las horas de trabajo el tiempo que dedicamos a ir al
supermercado o pasar un trapito por los muebles. Ese trabajo
doméstico cae en una especie de limbo tanto para la teoría económica y
las estadísticas como para nuestras propias ideas de qué es y qué no es
el trabajo. Sin embargo, su valor económico aparece (y golpea los
bolsillos) cuando estas tareas son tercerizadas, sea en centros de
cuidados (guarderías, jardines maternales, geriátricos, colonias de
vacaciones) o en un servicio particular (empleadas domésticas,
cocineras, enfermeras, niñeras o delivery de empanadas).
Ahí
podemos ver claramente que al tiempo consumido en esas tareas se le
puede poner un precio, y que el liberarse de ellas implica también la
posibilidad de disponer de esas horas para trabajar fuera de casa o
disfrutar del ocio. La asimetría en la distribución del trabajo
doméstico es una de las mayores fuentes de la desigualdad entre
varones y mujeres, es algo que trasciende la brecha salarial. Al ser las
mujeres quienes más tiempo dedican a estas tareas no pagas disponen de
menos tiempo para estudiar, formarse, trabajar fuera del hogar; o tienen
que aceptar trabajos más flexibles (en general precarizados y peor
pagos) y terminan enfrentando una doble jornada laboral: trabajan
dentro y fuera de la casa. El fenómeno se repite virtualmente en todos
los países y es muy poco visible porque, en mayor o menor medida, todos
asumimos que estas tareas son de mujer y que se realizan por amor. La
situación penaliza también a los hombres, imponiéndoles la necesidad de
conseguir mejores empleos y salarios para ser el sustento y proveedor
de la familia y les quita —en muchos casos— la posibilidad de participar y disfrutar de la crianza de los hijos.
***
Mujeres al borde del tiempo: el reloj económico.
En la Argentina, la participación de las mujeres en el mercado de
trabajo creció muchísimo desde mitad de siglo pasado hasta hoy. Lo que
no se movió al mismo ritmo fue la participación de los varones en las
tareas del hogar. Las Cenicientas actuales esperan a su príncipe azul no
solo limpiando los pisos sino también trabajando en un comercio, en la
escuela, el laboratorio o la oficina. Ya no tienen como máximo objetivo
ser el ama de casa perfecta, ahora tienen (además) que ser exitosas
profesionales y buenas trabajadoras. Al mismo tiempo, los hombres de
hoy son mucho más comprometidos con las tareas del
hogar; cocinan, cambian pañales, limpian, y hacen cosas que en
generaciones anteriores incluso eran impensables como poner o sacar la
mesa. Muchas mujeres pueden decir orgullosas “mi marido/mis hijos
me ayudan en casa”, aunque a veces no se dan cuenta de que esa frase
reproduce la idea de que es una tarea que le toca a ella y que es
afortunada porque el/los varones del hogar colaboren.
Aun
con esa ayuda amorosa que fue creciendo en las últimas décadas gracias a
cambios culturales, la brecha de la participación en el trabajo
doméstico sigue siendo alta y las mujeres
siguen encabezando la lista. En el ranking de “fanáticas de la
limpieza” de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económico (OCDE) se encuentran en primer lugar las mujeres turcas con
377 minutos al día promedio, seguidas de las mexicanas con 373. Entre
los varones, los que menos aportan al cuidado del hogar son los hombres
coreanos con solo 45 minutos trapito en mano.
Los
países más igualitarios en la distribución de las labores del hogar son
los nórdicos (Noruega, Suecia, Dinamarca, Islandia y Finlandia). Y no
fue magia, en ellos hace décadas que la sociedad se dio cuenta de que
necesitaba ajustar ciertas clavijas. Desde los setenta se vienen
desarrollando políticas orientadas a cerrar brechas de género y
concientizar a los varones de lo importante que es su aporte en estas
tareas cotidianas.
En 1975, una
marcha movilizó a más de 25 mil mujeres por las calles de Reikiavik,
casi un 10 por ciento de la población de Islandia. Se trataba de una
manifestación a modo de “día libre de las mujeres” y una huelga en la
que participó el 90 por ciento de las mujeres islandesas: ninguna de
ellas hizo tareas domésticas ese día. A los hombres les tocó estar a
cargo de la casa, los niños y todas las tareas asignadas
tradicionalmente a las chicas. Como resultado de este paro se cerraron
bancos, escuelas y negocios. Un año después, el Parlamento aprobó una
ley de pago igualitario. “Lo que ocurrió ese día fue el primer paso para
la emancipación de las mujeres en Islandia. Paralizó el país por
completo y abrió los ojos de muchos hombres”, dijo Vigdís
Finnbogadóttir, quien luego fue la presidenta de los islandeses por más
de una década. Como diría Lisa Simpson, la pequeña feminista que
nos acompaña en la televisión desde hace más de quince años, estas
muchachas seguían la consigna “voy a planchar tus sábanas cuando
planches las desigualdades en nuestras leyes laborales”.
Si
sumamos el trabajo pago y el no pago, a nivel global, la OCDE estima
que las mujeres trabajan 2,6 horas diarias más que los hombres en
promedio. En la Argentina, según la Encuesta sobre Trabajo No Remunerado
y Uso del Tiempo realizada en 2013, una mujer ocupada full time dedica
más tiempo al trabajo doméstico (5,5 horas) que un hombre desempleado
(4,1 horas). En términos generales, ellas hacen
el 76 por ciento de estas tareas. Además, “casi nueve de cada diez
mujeres (88,9 por ciento) participan en el trabajo no remunerado en la
Argentina. En cambio, el 57,9 por ciento de los varones usa parte de su
tiempo en cuidar a los hijos o hacer funcionar el hogar. Eso implica que
cuatro de cada diez varones no cocinan, ni limpian, ni lavan la ropa,
ni hacen compras en ningún momento del día. Y, entre los que sí lo
hacen, tienen tres horas de descuento en relación con el tiempo que
depositan las mujeres en la vida cotidiana” ilustra Luciana Peker, periodista especializada en género.
Las
estadísticas disponibles muestran que estas cifras desbalanceadas se
repiten a lo largo de todo el mundo. La OCDE tiene una base de datos
para algunos países en donde se pueden ver las diversas
actividades en que reparten el día varones y mujeres entre trabajos
pagos, tareas del hogar, cuidado de niños, deportes, dormir o ver
televisión. De ellos se deriva que en prácticamente todas estas
economías, los hombres son capaces de disfrutar valiosos minutos de
tiempo libre, mientras que las mujeres pasan más tiempo enfrascadas en
la rutina del hogar. En todo el planeta ellas realizan más trabajo no
pago que los hombres (y también, los hombres más trabajo pago que las
mujeres).
Ellos dicen que es amor, nosotras decimos que es trabajo no pago
En
1963, Betty Friedan publicó La mística de la feminidad, un libro
revolucionario para la época que muchos señalan como disparador de gran
parte de las discusiones que se dieron en el marco de la segunda ola
feminista en los Estados Unidos. En su libro, Friedan plantea que a las
mujeres estadounidenses de clase media las aqueja un mal que ninguna
puede nombrar, no encuentran las palabras para designarlo. La mayoría de
ellas tiene todo lo que soñó: un marido, hijos, una casa linda con
jardín y un buen pasar; sin embargo, algo las angustia “y no es la falta
de sexo”. El ama de casa desesperada irrumpe en el paisaje de la época
con una pregunta existencial: ¿quién soy? La mujer aparecía
definida en términos de su relación con otro, como esposa, madre, ama de
casa y la resolución de sus conflictos parecía tener que darse en el
seno del hogar.
Muchas
de estas amas de casa desesperadas habían dejado los estudios para
dedicarse al hogar pero una vez en ese refugio se sentían insatisfechas;
su único premio era su propia feminidad. Al mismo tiempo, esta
feminidad tenía características muy particulares: atrapar un buen
hombre, alimentar niños, comprar un lavavajillas, hacer una torta,
vestirse bella y actuar seductora para sostener el fuego de la pasión en
la pareja.
En la vereda opuesta, dice
Friedan irónicamente, están las neuróticas, feas, sin gracia e
infelices mujeres que quieren ser poetas, físicas o presidentas, “una
verdadera mujer no quiere ni carrera, ni una gran educación, ni derechos
políticos —la independencia y las oportunidades por las que luchaban
las feministas pasadas de moda—”. La segunda ola
feminista levantaba, entre otras, las banderas de los derechos
reproductivos, compartir el cuidado de los niños y las tareas del hogar;
sus oponentes decían que todas estas eran cuestiones privadas
que debían resolverse en sus propias familias; es por esto que se impuso
el lema “lo personal es político”. Una de las principales rupturas que
provocó esta oleada fue la de la idealización del rol de ama de casa; se
encaminó más bien a encontrar un sentido, ese quién soy, por fuera del
hogar. Para estas mujeres, se trataba de recuperarse como individuo,
como un ser humano independiente.La educación y el trabajo en
condiciones de igualdad serían los próximos desafíos.
Si
en esos tiempos se esperaba que las mujeres se quedaran en sus casas y
las que trabajaban afuera eran estigmatizadas (incluso se decía que las
que iban a la universidad solo lo hacían para buscar maridos), hoy se
puede decir que, en muchos casos, es al revés. Las mujeres, no solo en
los Estados Unidos, se alejaron de este ideal de ama de casa, unas por
motivación propia, otras por necesidad. Pero como sea, ayer y hoy su
trabajo siempre ha sido ignorado. Nuestras abuelas pasaban largas horas
lavando (a mano) la ropa de toda la familia; si bien hoy contamos con la
ayuda del lavarropas y los electrodomésticos, planchar, limpiar,
preparar la comida, llevar a los niños a la escuela o acompañar a la
abuela al médico, forman parte de una rutina completa que se repite
cotidianamente. Todas esas tareas eran y son percibidas por la familia,
por la sociedad y por la contabilidad nacional como actos de entrega y
de amor.
La imagen de la mujer
circunscripta a su casa le sirve en los setenta a Silvia Federici,
filósofa y activista marxista, para plantear la necesidad de la lucha de
las mujeres por el salario para el trabajo hogareño. El salario,
en la sociedad en que vivimos, significa ser parte de un contrato
social y es a través de nuestro trabajo asalariado que accedemos a
consumir aquello que necesitamos: comida, ropa, transporte, libros o ir
al cine. Uno trabaja no tanto porque le gusta sino
porque es una condición en la que vivimos. La cuestión con el trabajo
doméstico es que, además de ser no pago, se le impuso como una
obligación a la mujer y se fue transformando en un atributo de la
personalidad femenina: ser una buena ama de casa se convirtió en algún
momento en algo deseable o característico de las chicas.
Según
Federici, las mujeres no deciden espontáneamente ser amas de casa sino
que hay un entrenamiento diario que las prepara para este rol
convenciéndolas de que tener hijos y un esposo es lo mejor a lo que
pueden aspirar. Pero no es algo del pasado solamente, muchas décadas
después aún se imparte una cultura que refuerza estos roles. Las
muñecas, la cocinita, el juego del té, la escoba con palita rosas, el
maquillaje y las pulseras para armar son el combo perfecto para criar
princesas encantadoras, las madres y esposas devotas del mañana. Esa
historia no resulta tan lejana en una cultura de películas
hollywoodenses con mujeres que dejan todo por el amor a un hombre. O
incluso en la variante de los culebrones latinos en donde la mucama es
la que va a convertirse en la esposa después de cuidar durante años de
su amado patrón en silencio, logrando además su ascenso social. Medios
llenos de publicidades de excelentes productos de limpieza que cuidan
con esencias de aloe y lavanda las manos que han de acariciar a los
seres queridos después de limpiar el sarro del inodoro. El ama de casa
es la heroína y protagonista de los cuentos infantiles, la Cenicienta
noble, altruista y romántica que entrena toda la vida para ese momento
en que se entregará y amará —con el mejor limpiador antibacterial— a los
suyos. Aún hay una gran parte de los sistemas de comunicación anclados
en estos estereotipos.
El
modelo clásico de pareja heterosexual funciona de este modo como un
acuerdo tácito y reproductivo: ella cocina, limpia, tiene hijos, buen
sexo, y cuida de él. Él es el proveedor que sale todos los días a
la calle a ganar el pan y el cash para pagar las cuentas. Con eso
también paga el derecho a ser bien atendido al llegar al hogar.
Federici, sin pelos en la lengua, dirá que “la esposa ama de casa está
al servicio de su esposo psicológica, emocional y sexualmente, cuida a
los niños, limpia sus medias y levanta su ego”. Eso que llaman amor es
trabajo no pago.
Disfrazar el trabajo
no pago como un acto de amor esconde que estas tareas son trabajo
propiamente dicho y, de este modo, se realiza una actividad
indispensable para el funcionamiento de toda la sociedad de manera
gratuita (en un mundo en que el consumo de todas las cosas tiene un
precio). De ahí el planteo de esta activista de un salario para el ama
de casa como forma de, en principio, visibilizar este trabajo y
darle el valor económico que se merece (mi propio recuerdo se refiere a
decir o pensar en otras épocas “mi abuela no trabaja, es ama de casa”
como si ser ama de casa no fuera un trabajo en sí mismo).
A
lo largo de la historia de las luchas feministas (y de las políticas
públicas de género), se han ensayado diferentes alternativas para
valorar económicamente estos trabajos. Salarios y jubilaciones
para el ama de casa —que equiparan el trabajo hogareño con el que se
realiza fuera del hogar—, cobertura universal o lugares públicos de
cuidados para niños y mayores, o personas con discapacidad, entre otras.
Hay muchos elementos que la teoría económica y las estadísticas
públicas no ven y no se integran en sus modelos, indicadores y
políticas.
Aunque las encuestas que
miden el uso del tiempo son bastante complicadas de realizar y difíciles
de comparar entre regiones geográficas y culturas por la diversidad de
datos que podemos encontrar plasmados en ellas, nutren de información
muy valiosa a la hora de pensar soluciones y alternativas. En la
Argentina, recién en 2013 se realizó una encuesta sobre el uso del
tiempo por lo que no hay disponible una serie histórica de estos
valores. No se puede comparar la situación actual con lo que pasaba hace
diez o cuarenta años atrás por falta de información. La generación de datos aporta a cerrar las brechas porque nos permite tener un mapa y diagnóstico de la cuestión.
Por
ejemplo, un estudio realizado sobre Sudáfrica, Tanzania, Corea, India,
Nicaragua y Argentina estima que si se le asignara un valor monetario a
este trabajo doméstico que realizan las mujeres, representaría entre el
10 y el 39 por ciento del PBI de estos países. Así también, la reducción
de las cargas de limpieza, compras y cuidados sobre las mujeres
mejoraría su productividad fuera del hogar.
La
fórmula según la cual la esposa-ama de casa sacrificaba su carrera e
independencia por la familia está cada vez más en el pasado. Sin
embargo, la ausencia de políticas de Estado que brinden
soluciones a las necesidades de la familia tradicional y todas sus
distintas configuraciones (madres solteras, padres separados, hogares
monoparentales) presiona a las mujeres trabajadoras (más que a los
varones) para poder hacer todo a la vez. A pesar de que la mayoría de
las mujeres no se dedica a ser ama de casa full time, en los hechos
sigue cargando con esas labores, que se le suman al trabajo fuera del
hogar.
***
Detrás de toda gran mujer, hay otra gran mujer.
“Respetando
la democracia, alta señora de la cantidad, abren el cortejo las mujeres
del personal de servicio… Pasad, estiradas españolas de bustos de
madera, pulcras francesas de buen sueldo y poca tarea, largas inglesas
de ojos fríos, contadas criollas de brillantes zapatos y largos
domingos, robustas italianas de buena cocina, menudas japonesas
decorativas… Pasad con vuestras armas al hombro: escobas, plumeros,
cepillos, sapolios, jabones, linos, llaves, etc. Sumáis un ejército de
79.781 mujeres y estáis gracias al número, en mayoría absoluta, sumando
casi los cuatro quintos del personal doméstico total.” Alfonsina Storni
Las
nuevas generaciones dejaron atrás muchos mandatos tradicionales; no
obstante, la atención del hogar y de los hijos aún cae bajo la órbita de
lo privado y, más específicamente, de las mujeres. Cuando ellas se
incorporan en el mercado laboral empieza a ser más evidente el costo que
significa para un hogar tener que trabajar fuera y dentro de él.
Aparece así la necesidad de servicios de cuidado que no siempre están a
disposición, al menos no gratuitamente. Corina Rodríguez Enríquez,
referente de la economía feminista, plantea que una de las dimensiones
más importantes de esta distribución de las tareas domésticas es la que
se llama en la jerga el diamante del cuidado, ya que participan los
hogares, el mercado, el Estado y las organizaciones comunitarias. En los
hogares las tareas se distribuyen entre los miembros de la familia, el mercado
provee de soluciones como niñeras o geriátricos, el Estado tiene la
posibilidad de establecer licencias familiares u ofrecer jardines
maternales públicos, las organizaciones comunitarias pueden contribuir
con comedores o espacios para practicar deportes. Hay muchas opciones y,
por supuesto, todas tienen asociado un costo.
La
mayor parte de las responsabilidades del cuidado están a cargo de los
hogares y se asume que las otras puntas del diamante colaboran o
facilitan el equilibrio entre trabajar en casa y en el mercado.
Cuando no hay guarderías, jardines maternales o geriátricos disponibles
de modo gratuito (o accesible), las familias —sobre todo las de menor
poder adquisitivo— tienen que enfrentar estas tareas por sí mismas, lo
que les resta tiempo para estudiar, formarse, tener empleos pagos, o
para disfrutar de ver algún culebrón en la tele. No les queda otra que
recortar toda actividad extra y apelar a la ayuda de hermanas mayores,
tías. Las familias de altos ingresos, en cambio, tienen más
posibilidades de contratar una niñera o una mucama y, de tal modo, liberar
tiempo para ir a la facultad o al cine. La mujer profesional de clase
media no bien puede, acude a estas hadas madrinas pagas que cocinan,
limpian, lavan, planchan, cuidan a los niños y ancianos, son choferes y hasta se hacen cargo de las mascotas.
Según
la OIT, más del 80 por ciento de todos los trabajadores domésticos del
mundo son mujeres. A su vez, 1 de cada 7 mujeres ocupadas en
Latinoamérica trabaja en ese sector en donde las tasas de informalidad
rondan también el 80 por ciento, con salarios bajísimos, jornadas
extensas y sin acceso a la seguridad social. En la Argentina solo el 3
por ciento de los trabajadores del rubro son varones y el trabajo
doméstico es la principal ocupación de las mujeres asalariadas en el
país (cerca del 20 por ciento). Las hadas madrinas que ayudan en
las casas de mayores ingresos, lejos de tener alitas y varita mágica,
son mujeres pobres, muchas de ellas con varios hijos y la mayoría sin
siquiera haber terminado la secundaria (las estadísticas muestran que
solo el 2 por ciento de ellas completó una carrera terciaria o la
universidad). De hecho, según un informe de Carina Lupica sobre
maternidad y mercado laboral, casi el 40 por ciento de las madres pobres
es empleada doméstica. Se trata de mujeres que necesitan trabajar pero
no tienen calificaciones para acceder a otro tipo de empleo.
También,
muchas chicas jóvenes que ven en esto una posibilidad de escapar de la
pobreza de los suyos, aunque terminan en un cuarto de servicio de una
familia acomodada que, en la mayoría de los casos, ni siquiera les paga
derechos básicos como aguinaldo, vacaciones o días de enfermedad. En la
Argentina, un cuarto del total de los trabajadores informales son
empleadas domésticas (aun cuando se aprobó una ley para regularizarlas,
la gran mayoría sigue en negro).
En
algunos países, en los que las políticas de género y las discusiones
feministas están más avanzadas, aparecen dudas en torno a esta situación
que arrastramos hace siglos: ¿es que acaso las más ricas o
profesionales oprimen a las más pobres y sin educación? En esta carrera
loca hacia el éxito para algunas, aparece una masa de muchachas que
limpian sus casas y cuidan a sus hijos. Además, como pocas veces (o
nunca) hay un varón como niñero o fregando pisos y platos, se perpetúa
la idea de que los cuidados (del hogar, niños y mayores) son cosa de
mujer. Bowman y Cole (2009), de la Universidad de Chicago, plantean que
la salida de este laberinto no pasa por condenar la contratación de
mujeres para trabajos domésticos sino más bien por empezar a reconocer y
valorar estas tareas, profesionalizarlas, a fin de mejorar la forma en
que todos las percibimos y también la calidad con la que se realizan.
Pero la valoración en nuestra sociedad está puesta en el salario; por
tanto, si queremos que la labor de las empleadas domésticas o niñeras
tenga mejores condiciones, necesita tener salarios más altos. Y aquí
radica el problema para las mujeres profesionales de clase media: en
países con grandes desigualdades sociales es más fácil encontrar mujeres
pobres y con poca educación dispuestas a trabajar en una casa por poco
dinero. Revalorizar el trabajo doméstico implica volverlo más caro. A
las familias de medianos ingresos les viene bien pagar sueldos bajos,
¡de otro modo no podrían acceder a ellas!, ¡y sin ellas no podrían salir
a trabajar!
Por otra parte, según el
Director Regional (América Latina y el Caribe) de la OIT José Manuel
Salazar, hay también “una situación de discriminación compleja, con
arraigos históricos en nuestras sociedades en regímenes de servidumbre y
con actitudes que contribuyen a hacer invisible el trabajo de las
mujeres, muchas de ellas indígenas, afrodescendientes y migrantes”.
En
muchos casos estas trabajadoras son explotadas física, mental y
sexualmente. A nivel mundial, Latinoamérica tiene 37 por ciento de los
trabajadores domésticos del mundo, ubicándose en el segundo lugar
después de Asia. “Este trabajo, insuficientemente regulado y mal pagado,
sigue siendo el principal proveedor de cuidados, a falta de políticas
públicas universales en la mayoría de países de la región”, explica María José Chamorro, especialista de género de la OIT.
Por
todo esto, porque como decían las feministas de la segunda ola, “lo
personal es político”, es que el Estado tiene un rol tan importante en
la provisión de sistemas de cuidados. Bien implementado, podría
colaborar en que no se potencie el mecanismo de desigualdad entre
mujeres ricas que utilizan servicios que proveen mujeres pobres. La
profesionalización de los cuidadores también mejora la calidad del
empleo de estos trabajadores que de otra forma son bastante castigados
económicamente. Otro paso necesario es el de desnaturalizar que estas
tareas son algo “de mujer”.
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