Pobreza desaparecida por obra de las estadísticas. Foto: Miguel Dimayuga |
La devaluación del peso mexicano en lo que va del sexenio se está
empezando a reflejar en la inflación, y durante los próximos meses se
hará más fuerte. Pero el problema no sólo consiste en el rimo de
crecimiento de los precios, sino en una bajada de la producción
industrial que ya se observa.
La combinación de inflación y recesión es un esquema ruinoso sobre el
que los economistas se han devanado los sesos pero no encuentra
suficiente explicación teórica, sin embargo ya la hemos padecido y todo
indica que vuelve.
El factor inflacionario más importante es la devaluación del peso,
pero combinada con el incremento en las tasas de interés. Mientras que
la tasa de cambio se modificaba en forma de desliz, tuvo poco impacto en
la inflación, pero ahora que se ha conjugado con el aumento en el
rédito nada será igual. Además es evidente que la devaluación acumulada
ha llegado a impactar los precios de los componentes importados que son
muchos.
El problema se ha complicado por la recesión industrial que se
avizora. No existe nada en este momento que indique que la industria
revertirá pronto su declinación. Como sabemos, México depende en la
mayor medida del mercado de Estados Unidos y en especial de las
manufacturas y materias primas. Frente a esto, no es de esperar que el
mercado interno mexicano posea de inmediato la capacidad para absorber
una masa mayor de productos manufacturados. Eso no va a ocurrir. ¿De
dónde viene entonces el optimismo del gobierno?
Las declaraciones de Peña y su gabinete se dirigen más bien a
apaciguar a los mercados, pero es un vano intento. Los inversionistas
deciden sobre la base de cálculos en los que no entra la propaganda de
los gobiernos. La salida de dólares seguirá y, en consecuencia, la
devaluación del peso y el aumento del rédito.
Se requiere en consecuencia activar las inversiones y el mercado
interno. Aquí es donde el gobierno no sabe por dónde empezar. El error
fue usar parte de la deuda contratada por Peña en gastos corrientes,
frenar las inversiones públicas en energía y dilapidar los aumentos de
impuestos.
La desconfianza de los inversionistas era ya palpable desde el inicio
de la presente administración, porque si no hay despegue económico no
habrá más recaudación y, por tanto, no se fortalecerán las finanzas
públicas que son la base del pago de los intereses devengados por los
poseedores de bonos gubernamentales. Este fenómeno ha estado presente
durante estos años y nada realmente trascendente intentó el gobierno de
Peña para revertirlo.
El recorte presupuestal en curso ha generado una disminución de
gastos sociales con cuyo sacrificio se da cobertura al flamante
superávit primario, es decir, un esquema en el que al gobierno le sobra
dinero recaudado antes del pago del servicio de la deuda. En otras
palabras, el fisco toma más dinero de la economía real que el que
regresa. Así no es posible salir del agujero.
Los recortes deben afectar al gasto innecesario, empezando por los
sueldos de la alta burocracia y sus inmensas erogaciones personales y
políticas. Además, dar a las finanzas públicas una plataforma
recaudatoria robusta, es decir, cobrar efectivamente los impuestos y
dejar de perdonar a los deudores.
Todo ello en medio del combate a la corrupción que en México es un
factor más de la mala conducción económica. El resultado debería ser
aumentar la inversión pública productiva y fortalecer la capacidad
adquisitiva de los ingresos de los trabajadores del campo y la ciudad.
Para revitalizar la economía se requeriría un plan de unos cinco años por lo menos. El problema, sin embargo, es comenzar.
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