Editorial La Jornada
Después de una semana
de amenazas, chantajes e insolencias por parte del presidente Donald
Trump, ayer se conjuró el peligro de la imposición de un arancel de
entre 5 y hasta 25 por ciento a las exportaciones mexicanas enviadas a
Estados Unidos. Según tuits realizados por el magnate y la conferencia
de prensa ofrecida por el canciller mexicano, Marcelo Ebrard, en el
acuerdo por el que se suspende de manera indefinida la imposición de las
tarifas aduanales, el gobierno mexicano ofreció reforzar las acciones
para reducir la migración irregular que transita por su territorio
procedente, sobre todo, de Guatemala, Honduras y El Salvador.
Si bien es obligado mantener la prudencia ante el futuro próximo,
porque el propio acuerdo contempla una revisión periódica de los
resultados en el control del flujo migratorio, lo cierto es que los
términos finales resultaron menos lesivos a los intereses mexicanos de
lo que hacía temer el tono empleado por Trump y sus funcionarios desde
que decidieron crear la crisis bilateral.
Este relativo relajamiento en las exigencias de Washington se
explica, en parte, porque la fortaleza interna de la administración
Trump dista de la imagen de omnipotencia que éste gusta proyectar ante
su electorado. Aunque fue relegado a un segundo plano por el ruido que
inevitablemente generó la bravuconería del mandatario, era sabido que
desde un principio el dislate de lesionar el comercio como medida de
presión en materia migratoria recibió fuerte oposición de poderosos
grupos empresariales e incluso suscitó la rebelión abierta de los
senadores republicanos, por supuesto, no por solidaridad con México,
sino porque empresarios y políticos estadunidenses son conscientes del
impacto que tendría sobre su economía gravar los bienes procedentes de
su mayor socio comercial.
También es necesario reconocer que el saldo de las negociaciones se
logró a contrapelo de la posición de debilidad desde la cual el equipo
encabezado por el canciller debió encarar las conversaciones: como ya se
consignó en este espacio, la mera posibilidad de que las exportaciones
mexicanas sufrieran el arancel estadunidense bastó para provocar la
caída del peso, el desplome de la bolsa de valores, el retroceso en las
expectativas de crecimiento del producto interno bruto y una andanada de
reducciones de la calificación crediticia, tanto del país como de su
principal empresa, Petróleos Mexicanos. En tal escenario, el margen de
maniobra del equipo negociador era evidentemente bajo, y en este sentido
cabe recibir con alivio los acuerdos signados ayer.
Por último, no puede soslayarse que si se ha llegado a tal nivel de
vulnerabilidad ante las políticas e incluso los caprichos de quien se
encuentre al mando en la Casa Blanca no ha sido por alguna suerte de
fatalidad histórica, sino, por una una parte, debido a las
desafortunadas decisiones en materia comercial tomadas desde que el
destino de nuestro país se ató a los vaivenes políticos estadunidenses
con la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Por
otro lado, esta de-plorable situación debe achacarse a la existencia de
una clase empresarial falta de iniciativa y de visión para explotar los
múltiples acuerdos de libre comercio firmados por México con naciones y
bloques económicos de todo el mundo; anclada al terreno conocido del
intercambio a través de la frontera norte, el cual, para colmo, descansa
ante todo en el modelo maquilador y, por tanto, se basa en la
sobrexplotación de una mano de obra abaratada de modo artificial.
La conclusión ineludible es que México se encuentra obligado a una
revisión profunda de su modelo económico con el fin de generar un
verdadero crecimiento de su economía que vaya de la mano del desarrollo y
no del sacrificio de las grandes mayorías sociales, y que permita
rescatar la plena soberanía en todos los ámbitos de su quehacer interno.
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