La Jornada:
Aline Pettersson
El título de una vieja película me viene a la mente, ¡ Ay, qué tiempos, señor don Simón!, y, al mismo tiempo, mis años de primaria. Asistí a una escuelita, la Windsor, donde iban niños, cuyos padres buscaban, además de otra lengua, que fuera mixta y laica. Tuve muy buenas maestras que procedían de la Escuela Normal Superior. El coco para la directora y para las propias docentes era el inspector de la zona. Al volver la mirada tan atrás, pienso que los requerimientos de la enseñanza por parte de la SEP eran grandes, así que los niños debíamos ser capaces de enviar un mensaje positivo al ogro del inspector. Nunca surgieron problemas que trascendieran hasta lo público. La enseñanza era de corte cardenista,de la que las maestras se sentíanorgullosas.
Cada cierto tiempo había los ‘‘concursos de la zona”. En el caso de mi escuela, la cita era en la imbatible Benito Juárez, a cuyas instalaciones caminábamos en fila los alumnos de quinto y sexto año. En esa época, dicha escuela tenía poco de haber sido construida con el diseño de un famoso arquitecto, nieto del prócer, Carlos Obregón Santacilia. Su dimensión y sus instalaciones nos dejaban boquiabiertos y algo envidiosos de quienes cursaban ahí la primaria. Pero no sólo nos admirábamos del plantel, sino que los más duros a vencer eran sus estudiantes. Nosotros, concursando entre varias escuelas más, solíamos quedar en segundo lugar. Y era cosa de pregonarse, haber casi empatado con los de la ‘‘Benito”.
La preparación de los normalistas de ese tiempo tenía buena fama, y era de cosa para presumir tener un maestro de la Normal. Recuerdo, hasta hoy, a la seño Flores, joven mujer que se apasionaba transmitiéndonos sus lecciones muy bien documentadas. Estoy segura de que los niños son capaces de detectar el brillo o la mediocridad de un maestro; y, en el casillero de los recuerdos, se van acomodando buenos y malos. En ese lejano entonces, no había pase automático ni para los estudiantes, ni menos para los maestros. El examen de titulación docente era duro. La idea detrás era ir transitando por los caminos de una buena educación básica.
Muchas décadas después conocí a quien llegó a ser un amigo muy querido, Fernando del Paso. Ahí había estudiado él; y, en la charla, recordamos el tiempo muy lejano de nuestra niñez. Fernando, digamos, pertenecía al coco de mi escuela, y me confirmó que, en su opinión, sus maestros normalistas habían sido excelentes. Es cierto que la calidad de la educación no alcanzó sus metas nacionales.
Sin embargo, ¿es de veras bueno que el pase al empleo sea automático? ¿Será del mismo nivel la capacidad de todos los normalistas? ¿Será que es la forma de construir una sociedad más justa? ¿Será que éste va a ser un mundo feliz?
Septiembre 21, 2019
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