La Jornada Editorial
El 26 de septiembre de 2014
marcó un antes y un después en México. La noche de ese día, en Iguala,
Guerrero, cuerpos armados del Estado agredieron a un grupo de jóvenes
estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa que
habían llegado a la ciudad para tomar autobuses a fin de
trasladarse a la capital de la República para participar en los actos
conmemorativos del 2 de octubre. Policías municipales de Iguala,
posiblemente respaldados por otros de Cocula y de Huitzuco, y
presuntamente con algún grado de participación de la policía estatal, la
Federal y efectivos del Ejército, balacearon a los normalistas, mataron
a tres de ellos y a otros tres civiles, causaron graves lesiones a dos
de los estudiantes y se llevaron a 43, de los cuales hasta la fecha se
ignora su paradero.
La atrocidad fue minimizada desde un principio por los gobiernos
estatal y federal, los cuales despreciaron el clamor social que llamaba,
antes que nada, a buscar a los muchachos desaparecidos y que en los
días siguientes creció a una exigencia masiva y multitudinaria de
justicia y esclarecimiento. La extinta Procuraduría General de la
República tardó dos semanas en atraer el caso y cuando al fin lo hizo
emprendió una investigación que ha quedado registrada como ejemplo de
desaseo, omisión, fabricación de culpables, alteración de indicios,
desaparición de pruebas y engaño a la sociedad. A fines del mes
siguiente el entonces procurador, Jesús Murilllo Karam, presentó unas
conclusiones inverosímiles: los normalistas, dijo, habían sido
entregados por sus captores uniformados a un grupo local de la
delincuencia organizada –los llamados Guerreros Unidos–, trasladados a la vecina Cocula, donde fueron asesinados e incinerados en el basurero municipal de esa población.
Lo que el funcionario llamó
verdad históricaresultaba insostenible por sus múltiples inconsistencias con la realidad, y, sin embargo, el gobierno de Enrique Peña Nieto se aferró a esa versión hasta el último día del sexenio. La presión y la movilización social encabezada por los familiares de los normalistas desaparecidos y la desconfianza en las autoridades nacionales obligó al régimen a aceptar la coadyuvancia de instancias internacionales como el Equipo Argentino de Antropología Forense y el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, las cuales dieron a conocer múltiples aspectos que desmentían los dichos oficiales.
Ante las revelaciones de esos equipos y la falta de resultados
creíbles en el trabajo de la PGR el descrédito del Ejecutivo federal
creció de manera exponencial. Junto con la revelación de la Casa Blanca
de las Lomas, que tuvo lugar unos meses después, la barbarie de Iguala
marcó un punto de declive irremediable para el gobierno peñista y para
el régimen en su conjunto. Buena parte de la sociedad cobró conciencia
de golpe de lo irrelevantes que eran para la autoridad la protección de
los derechos humanos y la escandalosa impunidad resultante. Los sucesos
trágicos y exasperantes de hace cinco años y la secuela de opacidad,
irresponsabilidad y encubrimiento en que se desarrolló la investigación
incidieron en forma decisiva en la erosión final del ciclo de gobiernos
neoliberales. El impacto en la población influyó a su manera en la
aplastante derrota electoral sufrida por el Partido Revolucionario
Institucional en los comicios generales del año pasado.
El nuevo gobierno, por su parte, tenía desde su arranque el
compromiso ineludible de esclarecer las razones reales de la barbarie,
dar con el paradero de los normalistas e impulsar la revisión de los
graves vicios en los que incurrió la PGR.
Ciertamente, esta revisión es una tarea colosal y complicada y debe
llevar no sólo al establecimiento de la verdad a secas, sino también a
fincar responsabilidades penales a quienes pervirtieron la procuración
de justicia. La Cuarta Transformación ha empeñado en ello voluntad
política y la sensibilidad de la que careció el gobierno anterior, pero
estas condiciones favorables deben traducirse en resultados. Las madres y
los padres de los muchachos asesinados, heridos y desaparecidos tienen
derecho a conocer con toda precisión qué ocurrió con sus hijos y, en el
caso de los últimos, dónde están. La justicia plena ante crímenes que
pueden ser tipificados de lesa humanidad no debe demorar mucho tiempo
más. A México le urge saldar ese episodio de tragedia y barbarie y para
ello no hay otro camino que establecer la verdad, hacer justicia,
reparar el daño y garantizar la no repetición. Hoy, a cinco años de la
atrocidad, el país debe construir la certeza de que un caso semejante no
va a suceder nunca más.
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