Mario Patrón
Han pasado ya cinco años desde
la noche del 26 y 27 de septiembre de 2014, cuando en Iguala, Guerrero,
estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa
fueron brutalmente atacados por fuerzas de seguridad del Estado, en
contubernio con integrantes del crimen organizado, con el resultado de
43 normalistas víctimas de desaparición forzada, seis personas
ejecutadas y decenas de heridos, incluyendo a un estudiante que
permanece en coma.
Ayotzinapa se convirtió de golpe en el emblema de la grave crisis de
derechos humanos no reconocida por el gobierno federal y en una puesta a
prueba tanto de las capacidades del aparato de justicia como de la
voluntad del Estado para que éste fuese un punto de no retorno, lo cual
sólo sería posible con verdad, justicia y reparación.
Sin embargo, y a pesar de que el caso ha permanecido en la arena
pública, el Estado ha sido incapaz de dar con el paradero de los
estudiantes. Protección a funcionarios señalados por irregularidades en
la investigación, retrasos en la exploración de líneas distintas a la
oficial, obstáculos a la asistencia técnica internacional y ningún
resultado central para el hallazgo indican que Ayotzinapa no sólo es
paradigmático por la magnitud de la tragedia, sino también por la
impunidad que protege los pactos entre funcionarios y el crimen.
Lo que sabemos con certeza es lo que ha reconstruido el GIEI y han
plasmado los científicos de Forensic Architecture, así como lo
diagnosticado por la ONU-DH, la CNDH y las resoluciones del Poder
Judicial. En síntesis: a) que el ataque se dio tras intentar los
estudiantes tomar autobuses; b) que el operativo duró varias
horas y que no se agotó en Iguala, sino que incluyó cinturones de
seguridad a sus alrededores; c) que la violencia fue coordinada y en
escalada, dirigida a impedir la salida de los autobuses de Iguala; d)
que participaron elementos de corporaciones municipales, estatales y
federales; e) que hubo actividad de los aparatos telefónicos de los
desaparecidos hasta días después de la desaparición; f) que la teoría
oficial no se sostiene científica ni probatoriamente; g) que
judicialmente la PGR no pudo, ni ha podido sostener su acusación, lo que
se ha materializado en liberaciones; y h) que la PGR y otras
corporaciones –como Policía Federal, Sedena y Marina– incurrieron en
ilegalidades en la investigación, como tortura y fabricación de pruebas.
Los hallazgos del GIEI destacan el contexto de macrocriminalidad,
pues sólo mediante el contubernio de distintas instituciones y el crimen
organizado se pudo ejecutar este conjunto de graves violaciones a
derechos humanos. No hay duda de la participación de policías
municipales –no sólo las de Iguala y Cocula– ni de la presencia de la
Policía Federal y del Ejército, sin dejar de lado a la Policía
Preventiva y la Ministerial de Guerrero.
La estrategia del gobierno de Peña Nieto consistió en construir una
teoría de caso que les permitiera políticamente cerrar el episodio; sin
embargo, con la lucha incansable de los padres y las madres, la
asistencia técnica internacional, los peritos independientes y las
estrategias de quienes acompañan desde la sociedad civil se ha
evidenciado que ello fue simplemente un montaje.
Así, a cinco años no se ha logrado descifrar lo primordial para las
víctimas: el paradero de los estudiantes, y dos preguntas son
ineludibles: ¿qué ha escondido el gobierno? y ¿a quién se encubre?
Ayotzinapa ha mostrado tanto las articulaciones entre el crimen
organizado y la clase política como la impunidad que permite que esta
alianza domine cada vez más regiones del país.
Debemos comprender que un hecho de estas dimensiones –tanto en su
violencia como en la magnitud de las afectaciones y el empeño en
encubrirlo– no se explica simplemente por la complicidad entre
autoridades municipales y un grupo criminal. Si queremos evitar que
estos episodios se sigan reproduciendo, debemos presionar para que este
caso se resuelva y para que los mecanismos necesarios para ello no sólo
se activen, sino que se ofrezcan también en otros casos; pues, entre
otras cosas, Ayotzinapa develó una realidad aún más cruda que se retrata
en por lo menos 40 mil personas desaparecidas en nuestro país.
Los padres y madres de los 43 y todo México tenemos una última
oportunidad, que bien puede formularse como una pregunta: ¿logrará el
gobierno de AMLO desmontar los pactos de impunidad de la
institucionalidad podrida que heredaron? No hay duda de las expresiones
de voluntad política del Presidente, pero después de casi 10 meses de
gobierno, eso no ha sido suficiente para dar con la verdad.
Ayotzinapa es dolor porque representa el México de la corrupción, de
la violencia y de la impunidad. El México de los miles de víctimas que
no tienen verdad. Pero también es esperanza, porque representa la
dignidad de 43 familias que se mantienen en búsqueda de sus hijos bajo
el lema:
nos quisieron enterrar, pero no sabían que somos semilla.
Toca al gobierno actual, pero también a todas y todos desde nuestros
espacios, hacer germinar esa semilla de esperanza y poner en el centro a
las víctimas, acompañarlas hasta el último momento y no permitir que la
injusticia y la impunidad se naturalicen; es decir, mantener viva
nuestra capacidad de indignación y acción.
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