Ricardo Raphael
Tenía 26 años cuando lo detuvieron. Fue un lunes. Mientras lo subían al carro de policía, la ciudad de México festejaba a la Guadalupana. Se le acusó de haber matado a otro joven en una riña callejera.
José Antonio Zúñiga Rodríguez aseguró no haber visto jamás a la víctima. El domingo de la tragedia, como lo hacía todas las semanas, había estado atendiendo su puesto de ropa en un tianguis de Iztapalapa. Así lo confirmaron, al menos, una decena de testigos.
Sin embargo, tales testimonios de nada sirvieron. La autoridad sólo hizo caso a la declaración de un menor de edad, quien supuestamente lo vio cometer aquel homicidio. (Tiempo después se sabría que ese testigo fue hostigado por la policía).
Un juez terminó sentenciando al joven tianguista. Poco importó que las pruebas y los testimonios estuvieran viciados o, de plano, fabricados.
Ésta es la historia verídica que se cuenta en Presunto culpable —documental mexicano que ha ganado premios en Los Ángeles, San Francisco, Madrid, Budapest, Dubai, Morelia y Guadalajara— y que en días próximos se estrenará dentro de las salas mexicanas de cine.
La producen dos abogados, también muy jóvenes —Layda Negrete y Roberto Hernández— quienes hicieron todo lo que estuvo en su poder para excarcelar a José Antonio. Ellos no sólo tomaron su defensa, también aprovecharon para mostrar con su caso los vicios del sistema. Estos juristas convertidos en improvisados cineastas introdujeron micrófonos y cámaras al muy sórdido recinto que son los juzgados penales de nuestro país.
El documento audiovisual que resultó no tiene desperdicio. Denuncia en detalle un proceso penal que recurrentemente aprehende, sentencia y encierra a personas inocentes, la gran mayoría de ellas jóvenes y de escasos recursos.
Difícilmente existe una coordenada más arbitraria y más injusta en todo el Estado mexicano que el proceso penal; un curso jurídico donde la verdad no importa sino la obtención —por cualquier medio— de culpables a quienes velozmente meter a la cárcel.
No se trata de un accidente, sino de una circunstancia sistemática. La lista de sus vicios es larga: en nuestro proceso penal no se cumplen los criterios de la técnica moderna para la investigación criminal; las policías están pésimamente formadas; la escena del crimen es frecuentemente alterada; los testimonios suelen obtenerse por extorsión o, de plano, se falsifican.
La autoconfesión sigue siendo la reina de todas las pruebas, y muchas de las veces se logra bajo tortura; los peritajes son amañados; las declaraciones testimoniales se agregan o desaparecen arbitrariamente; los defensores de oficio están, en promedio, mal preparados y, entre los abogados particulares, los buenos cobran honorarios exorbitantes.
De su lado, los jueces prefieren no verle jamás el rostro a sus futuros sentenciados y, la mayoría de las veces, temen dejar libre a un supuesto criminal porque saben que sus superiores les pueden echar fuera de su respectiva oficina. Es sobre todo por esta razón que 90% de los casos presentados por el MP ante un juzgado penal se resuelve con una sentencia condenatoria.
Abogados como Roberto Hernández y Layda Negrete calculan que dos de cada tres expedientes de la jurisdicción penal mexicana sufren de vicios graves. La prisa, la presión política, la corrupción, la impericia, la inconsecuencia y la impunidad conspiran para sostener un sistema ineficaz y sobre todo injusto.
Probablemente la reforma que recientemente introdujo los juicios orales, y que durante la próxima década será echada a andar en nuestro país, podría ayudar para transformar esta circunstancia. Sin embargo, se trata de una reforma incompleta y de muy lenta maduración.
Contra el sistemático encarcelamiento de inocentes y la reiterada liberación de culpables, en México tendríamos que ir más rápido y mucho más lejos.
¿Cuándo la presunción de inocencia será un principio jurídico a respetar?
¿Cuándo tendremos una policía que sepa investigar? ¿Cuándo un Ministerio Público políticamente independiente? ¿Cuándo jueces cuya carrera no dependa de lo que digan sus superiores?
Si en los 80 y 90 las crisis económicas hicieron que los mexicanos nos dotáramos de instituciones dispuestas para protegernos de la inflación, las devaluaciones recurrentes, el déficit y el endeudamiento arbitrarios, ¿por qué la actual situación de inseguridad e injusticia no está sirviendo, de su lado, para provocar una transformación del Estado que toca al proceso penal mexicano?
Analista político
José Antonio Zúñiga Rodríguez aseguró no haber visto jamás a la víctima. El domingo de la tragedia, como lo hacía todas las semanas, había estado atendiendo su puesto de ropa en un tianguis de Iztapalapa. Así lo confirmaron, al menos, una decena de testigos.
Sin embargo, tales testimonios de nada sirvieron. La autoridad sólo hizo caso a la declaración de un menor de edad, quien supuestamente lo vio cometer aquel homicidio. (Tiempo después se sabría que ese testigo fue hostigado por la policía).
Un juez terminó sentenciando al joven tianguista. Poco importó que las pruebas y los testimonios estuvieran viciados o, de plano, fabricados.
Ésta es la historia verídica que se cuenta en Presunto culpable —documental mexicano que ha ganado premios en Los Ángeles, San Francisco, Madrid, Budapest, Dubai, Morelia y Guadalajara— y que en días próximos se estrenará dentro de las salas mexicanas de cine.
La producen dos abogados, también muy jóvenes —Layda Negrete y Roberto Hernández— quienes hicieron todo lo que estuvo en su poder para excarcelar a José Antonio. Ellos no sólo tomaron su defensa, también aprovecharon para mostrar con su caso los vicios del sistema. Estos juristas convertidos en improvisados cineastas introdujeron micrófonos y cámaras al muy sórdido recinto que son los juzgados penales de nuestro país.
El documento audiovisual que resultó no tiene desperdicio. Denuncia en detalle un proceso penal que recurrentemente aprehende, sentencia y encierra a personas inocentes, la gran mayoría de ellas jóvenes y de escasos recursos.
Difícilmente existe una coordenada más arbitraria y más injusta en todo el Estado mexicano que el proceso penal; un curso jurídico donde la verdad no importa sino la obtención —por cualquier medio— de culpables a quienes velozmente meter a la cárcel.
No se trata de un accidente, sino de una circunstancia sistemática. La lista de sus vicios es larga: en nuestro proceso penal no se cumplen los criterios de la técnica moderna para la investigación criminal; las policías están pésimamente formadas; la escena del crimen es frecuentemente alterada; los testimonios suelen obtenerse por extorsión o, de plano, se falsifican.
La autoconfesión sigue siendo la reina de todas las pruebas, y muchas de las veces se logra bajo tortura; los peritajes son amañados; las declaraciones testimoniales se agregan o desaparecen arbitrariamente; los defensores de oficio están, en promedio, mal preparados y, entre los abogados particulares, los buenos cobran honorarios exorbitantes.
De su lado, los jueces prefieren no verle jamás el rostro a sus futuros sentenciados y, la mayoría de las veces, temen dejar libre a un supuesto criminal porque saben que sus superiores les pueden echar fuera de su respectiva oficina. Es sobre todo por esta razón que 90% de los casos presentados por el MP ante un juzgado penal se resuelve con una sentencia condenatoria.
Abogados como Roberto Hernández y Layda Negrete calculan que dos de cada tres expedientes de la jurisdicción penal mexicana sufren de vicios graves. La prisa, la presión política, la corrupción, la impericia, la inconsecuencia y la impunidad conspiran para sostener un sistema ineficaz y sobre todo injusto.
Probablemente la reforma que recientemente introdujo los juicios orales, y que durante la próxima década será echada a andar en nuestro país, podría ayudar para transformar esta circunstancia. Sin embargo, se trata de una reforma incompleta y de muy lenta maduración.
Contra el sistemático encarcelamiento de inocentes y la reiterada liberación de culpables, en México tendríamos que ir más rápido y mucho más lejos.
¿Cuándo la presunción de inocencia será un principio jurídico a respetar?
¿Cuándo tendremos una policía que sepa investigar? ¿Cuándo un Ministerio Público políticamente independiente? ¿Cuándo jueces cuya carrera no dependa de lo que digan sus superiores?
Si en los 80 y 90 las crisis económicas hicieron que los mexicanos nos dotáramos de instituciones dispuestas para protegernos de la inflación, las devaluaciones recurrentes, el déficit y el endeudamiento arbitrarios, ¿por qué la actual situación de inseguridad e injusticia no está sirviendo, de su lado, para provocar una transformación del Estado que toca al proceso penal mexicano?
Analista político
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