Lydia Cacho
Sentada frente a mí está “Lupe”, delgada ojerosa y asustada. “Nos va a matar, Lydia, nos va a matar”. Se refiere a Octavio su esposo, un albañil que al perder su trabajo hace dos años fue invitado por un vecino a trabajar de vigía de narcotienditas disfrazadas de expendios de cerveza en el centro de Cancún. “Él era un buen hombre, nunca nos había pegado, nomás gritaba”. A la mujer, como a otras esposas de narcotraficantes y sicarios que he entrevistado, no le queda muy claro qué sucedió con su esposo. Seis meses después de ser vigía, el jefe de zona descubrió que era magnífico manejando el machete, por su infancia campesina.
Octavio explicó a su mujer que lo habían ascendido, que unos policías de Cancún lo iban a entrenar en un rancho a la salida a Mérida; a tres kilómetro de la base militar tienen una escuela. Les enseñan a disparar, a ahorcar, a asesinar y a torturar. A Octavio le asignaron dos tareas: vigía y cortacabezas. Estaba emocionado, por primera vez en su vida podía llevar dinero a casa, ir al supermercado como la gente rica, comprar una carriola para su bebé y una motocicleta que siempre quiso. Renovó la cocina de la casa para que su mujer estuviera a gusto y cocinara frijol con puerco. A ella le regaló como protección una medalla grande de puro oro de la Virgen de Guadalupe.
“Cuando comenzó a contarme cosas yo me asustaba, y si le decía algo me decía que era un trabajo más, y que sus jefes eran policías, que el procurador sabía y tenían prometido para no meterse con ellos. Empezó a traer los periódicos, él ni sabe leer, guardaba las fotos grandes y los pegaba en el baño, en la pared. Yo decidí irme el día que me dijo: ‘Mira, a éstos me los eché yo’. Era la foto del Poresto, donde estaban unos policías degollados. “Yo no quiero que mi hijo aprenda a su papá”.
En realidad “Lupe” decidió irse el día que él le puso una golpiza cargando al bebé y la amenazó con ultimar su vida si lo dejaba. Desde un lugar seguro la mujer me mira y pregunta una y otra vez ¿cómo se vuelve uno tan malo?, ¿qué les pasa, apoco todos podemos volvernos así y matar con tanta saña?
Octavio pertenece a los grupos de sicarios desechables. Hombres de estratos sociales bajos que han perdido el trabajo, hartos de la pobreza, cargados de una fuerte dosis de resentimiento social, criados en familias en que la violencia es un método educativo normalizado. No son los sicarios de élite, como el profesional entrevistado por el periodista Charles Bowden en el documental El Sicario room 164 (reseñado en la revista Proceso del 6 de febrero).
Los profesionales en defender a los cárteles, entrenados con tácticas policiacas y de guerra, son los que llevan a cabo trabajos en conjunto con militares y federales corruptos, los que ofrecen protección y limpieza social a los procuradores de los diferentes estados de la República, los que ultiman a agentes de la DEA, ICE y FBI, acribillan a políticos de alto rango, o matan a soldados de cárteles enemigos.
Sin embargo, lo que ambos tipos de sicarios tienen en común es la facilidad con que asumen la personalidad de multihomicidas, la falta de filtros emocionales que los hacen pasar de una vida normal a una de torturadores y verdugos. ¿Cómo pasan de personas normales, a sádicos inquebrantables?, ¿qué les inspira, qué les mueve? Tal vez habría que entender cómo adquieren ese sentido de pertenencia que nadie más les ofreció nunca, cómo hacen del odio su religión y de la muerte un rito pasajero de poder y gloria. Creo que sólo se aprende a gozar del dolor ajeno cuando no se puede con el propio.
Me parece que la pregunta de las mujeres de sicarios que he entrevistado, es la pregunta de México. ¿Cuándo y a qué hora dejamos de mirar cómo se deshumanizaban miles de personas en nuestro país? O preguntaremos como lo hizo Benedetti, el poeta: “Qué cangrejo monstruoso atenazó tu infancia, qué paliza paterna te generó cobarde, qué tristes sumisiones te hicieron despiadado”.
Y volver a empezar, aunque suene aburrido, a exigir e implementar otra manera de educar. Exigir el fin de una guerra absurda que propaga la veneración por la muerte y asume la violencia como único método de resolución de conflictos. Volver al origen, cuando matar sonaba absurdo, indeseable, imposible, inaceptable.
www.lydiacacho.net Twitter: @lydiacachosi
Periodista
Octavio explicó a su mujer que lo habían ascendido, que unos policías de Cancún lo iban a entrenar en un rancho a la salida a Mérida; a tres kilómetro de la base militar tienen una escuela. Les enseñan a disparar, a ahorcar, a asesinar y a torturar. A Octavio le asignaron dos tareas: vigía y cortacabezas. Estaba emocionado, por primera vez en su vida podía llevar dinero a casa, ir al supermercado como la gente rica, comprar una carriola para su bebé y una motocicleta que siempre quiso. Renovó la cocina de la casa para que su mujer estuviera a gusto y cocinara frijol con puerco. A ella le regaló como protección una medalla grande de puro oro de la Virgen de Guadalupe.
“Cuando comenzó a contarme cosas yo me asustaba, y si le decía algo me decía que era un trabajo más, y que sus jefes eran policías, que el procurador sabía y tenían prometido para no meterse con ellos. Empezó a traer los periódicos, él ni sabe leer, guardaba las fotos grandes y los pegaba en el baño, en la pared. Yo decidí irme el día que me dijo: ‘Mira, a éstos me los eché yo’. Era la foto del Poresto, donde estaban unos policías degollados. “Yo no quiero que mi hijo aprenda a su papá”.
En realidad “Lupe” decidió irse el día que él le puso una golpiza cargando al bebé y la amenazó con ultimar su vida si lo dejaba. Desde un lugar seguro la mujer me mira y pregunta una y otra vez ¿cómo se vuelve uno tan malo?, ¿qué les pasa, apoco todos podemos volvernos así y matar con tanta saña?
Octavio pertenece a los grupos de sicarios desechables. Hombres de estratos sociales bajos que han perdido el trabajo, hartos de la pobreza, cargados de una fuerte dosis de resentimiento social, criados en familias en que la violencia es un método educativo normalizado. No son los sicarios de élite, como el profesional entrevistado por el periodista Charles Bowden en el documental El Sicario room 164 (reseñado en la revista Proceso del 6 de febrero).
Los profesionales en defender a los cárteles, entrenados con tácticas policiacas y de guerra, son los que llevan a cabo trabajos en conjunto con militares y federales corruptos, los que ofrecen protección y limpieza social a los procuradores de los diferentes estados de la República, los que ultiman a agentes de la DEA, ICE y FBI, acribillan a políticos de alto rango, o matan a soldados de cárteles enemigos.
Sin embargo, lo que ambos tipos de sicarios tienen en común es la facilidad con que asumen la personalidad de multihomicidas, la falta de filtros emocionales que los hacen pasar de una vida normal a una de torturadores y verdugos. ¿Cómo pasan de personas normales, a sádicos inquebrantables?, ¿qué les inspira, qué les mueve? Tal vez habría que entender cómo adquieren ese sentido de pertenencia que nadie más les ofreció nunca, cómo hacen del odio su religión y de la muerte un rito pasajero de poder y gloria. Creo que sólo se aprende a gozar del dolor ajeno cuando no se puede con el propio.
Me parece que la pregunta de las mujeres de sicarios que he entrevistado, es la pregunta de México. ¿Cuándo y a qué hora dejamos de mirar cómo se deshumanizaban miles de personas en nuestro país? O preguntaremos como lo hizo Benedetti, el poeta: “Qué cangrejo monstruoso atenazó tu infancia, qué paliza paterna te generó cobarde, qué tristes sumisiones te hicieron despiadado”.
Y volver a empezar, aunque suene aburrido, a exigir e implementar otra manera de educar. Exigir el fin de una guerra absurda que propaga la veneración por la muerte y asume la violencia como único método de resolución de conflictos. Volver al origen, cuando matar sonaba absurdo, indeseable, imposible, inaceptable.
www.lydiacacho.net Twitter: @lydiacachosi
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