Uno
de tales costos será el de valerse de la corrupción como el principal
motor que haga caminar al grupo que encabezará Peña Nieto, mediante
complicidades muy firmes imposibles de romper fácilmente
Las reformas a la administración pública que impulsará Enrique Peña Nieto no serán la panacea esperada por unos pocos ingenuos. Los problemas actuales seguirán su curso inercial, porque la raíz de los mismos no está en la forma, sino en el fondo. El gobierno federal obedece a directrices de un grupo de interés colocado por encima y de espaldas a la sociedad, de ahí que sea una tomadura de pelo la restructuración del aparato gubernamental, sin antes realizar una profunda reforma del Estado, de carácter democrático, que permita el fortalecimiento del Estado de derecho.
Afirma Manlio Fabio Beltrones, coordinador de los diputados del PRI, que los cambios que propuso Peña Nieto en la estructura del gobierno federal, “no son cosméticos”, sino una “reorganización indispensable” para lograr un gobierno eficaz, “con énfasis en la rendición de cuentas, pero también como vía para cumplir las promesas de campaña”. Por su parte, el coordinador de los senadores priístas, Emilio Gamboa Patrón, puntualiza que llegó la hora de “transformar el paradigma de la opacidad en la función pública, al de la transparencia y la honestidad”. Lástima que no sean más que palabras, porque la verdad no se les puede creer que tengan un real interés en meterse en broncas.
Estas se presentarían de inmediato si acaso pretendieran cambiar un ápice las costumbres de hacer política a las que están acostumbrados. No sacaron al PAN de Los Pinos para enmendar entuertos, sino para continuar el proyecto salinista que quedó inconcluso en el año 2000, no porque los tecnócratas del partido tricolor fueran sustituidos por los del partido ultraconservador, sino porque Vicente Fox no estaba preparado para la responsabilidad que se echó a cuestas. Ahora llegan al poder nuevamente, con la convicción de hacer todo lo posible para mantenerse en la casa presidencial otros setenta años, al costo que haya que pagar.
Uno de tales costos será el de valerse de la corrupción como el principal motor que haga caminar al grupo que encabezará Peña Nieto, mediante complicidades muy firmes imposibles de romper fácilmente. Sería una locura esperar que actuara en contra de su propio grupo político, al tomar en serio la lucha contra la corrupción. ¿No fue en el sexenio de Miguel de la Madrid que se tomó como una de sus principales líneas políticas el combate a la corrupción? Desde su campaña prometió la renovación moral de México y ya vimos como finalizó su administración, que prohijó el salinismo que sigue vigente y fortalecido.
No, la corrupción de la clase política mexicana no será extirpada con nuevas leyes ni con nuevos instrumentos institucionales. El fenómeno tiene raíces muy profundas que sólo podrán eliminarse en la medida que la sociedad tenga mayor peso en las decisiones del Estado, y su participación obedezca a directrices muy claras de moralización del tejido social. Mientras el sistema político del país esté regido por grupos de interés que no tienen un mínimo compromiso con la sociedad mayoritaria, no será posible erradicar un fenómeno que es consustancial a un ejercicio del poder sólo encauzado al enriquecimiento fácil.
Según Peña Nieto, con su propuesta se quiere “darle al Estado mexicano un órgano con mayor capacidad para combatir la corrupción, y además una reorganización administrativa para atender con mayor eficacia las demandas y necesidades de la población”. Mientras no haya democracia real en el país, de nada servirán todos los órganos que se crearan con la finalidad de abatir un flagelo tan enraizado en el tejido social. La solución pasa por la democratización del Estado, no por nuevas leyes ni mecanismos institucionales, por muy eficaces que pudieran ser. Sin democracia, un país está condenado a sobrellevar y obedecer los caprichos de las clases dominantes.
Está demostrado que el modelo neoliberal vigente, el capitalismo salvaje que rige las relaciones económicas en el país, se nutre de un clima de corrupción que favorece la realización de negocios redituables, no del todo legítimos. Se podrá argumentar que son legales las negociaciones entre los banqueros y sus clientes, aunque se acerquen mucho al agio en muchos sentidos. Sin embargo, desde un punto de vista ético se trata de una depredación injusta, que cuenta con el amparo del Estado, como es del dominio público. ¿Acaso ya se olvidó que en 1987, miles de familias mexicanas quedaron en el desamparo cuando perdieron sus ahorros por la ilegal especulación de las casas de bolsa, que prohijó en contrapartida una importante camada de nuevos ricos?
Con demagogia, por muy imaginativa que sea, Peña Nieto no va a superar los terribles problemas acumulados en tres décadas de injusta depredación. Al contrario, los va a complicar aún más, si no actúa con una verdadera voluntad política encaminada a fortalecer el Estado de derecho, cosa imposible de realizar.
Guillermo Fabela - Opinión EMET
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