Cristina Pacheco
El
viaje de veinte horas en un avión semejante a la Torre de Babel me
había dejado exhausta y desanimada. Recuperé ánimos al encontrarme con
un maletero que hablaba español. Lo había aprendido online.
Me confesó su pasión por México y que le habría gustado llamarse Juan.
Levantó su gafete. Leí el nombre de Fritz y un apellido impronunciable.
Le agradecí su afecto por mi país en el tono de una madre que
corresponde a los elogios destinados a su hijo.
Mis palabras estimularon a Friz para hacerme otra revelación: su
cerveza predilecta era la Corona. Alzó una mano con el pulgar y el
meñique levantados y fingió beber. Celebré la broma, pero sólo pensaba
en cuánto faltaría para que llegáramos a la sala en donde iba a
quedarme hasta el momento de abordar el avión a México.
Desde lejos vi la sala de espera atestada de viajeros en calcetines
que dormitaban sobre mochilas o bolsas repletas de chucherías. La idea
de permanecer allí durante cuatro horas avivó mi fatiga. Le pregunté a
Fritz si era posible conseguir un cuarto en donde pudiera asearme y
descansar. Imposible. El único hotel estaba lleno y era costoso. La
noticia me hizo perder mi ya pobre optimismo. Fritz se dio cuenta y me
pidió que lo esperara.
No me atreví a preguntarle adónde iba. Empujé el carrito con mis
maletas hasta un sitio en donde no estorbara y me senté en el piso. En
esa posición me parecían gigantescas las personas que pasaban a mi lado
sin verme. Iban rápido, con paso firme, seguras de hacia qué puerta se
dirigían. Envidié su seguridad y agradecí su indiferencia.
II
Fritz reapareció. Sonreía satisfecho por haber
conseguido autorización para llevarme al área destinada a personas que
por diversas razones requerían privacidad.
¿Enfermos?, pregunté. Fritz negó con la cabeza. Estuve a punto de abrazarlo pero me limité a seguirlo por un pasillo estrecho, poco iluminado, oloroso a desinfectante.
A la derecha encontramos una puerta de vidrio acanalado. Fritz la
abrió. Vi telas blancas. Colgaban desde el techo hasta el piso. Tardé
en comprender que su función era dividir el espacio en pequeños
cubículos. Aquellas cortinas me recordaron las que en los hospitales
públicos separan a los pacientes.
El alojamiento era mucho mejor que la sala de espera repleta y, sin
embargo, me sentí desmoralizada. Pensé en renunciar a tan mínimo
privilegio. No lo hice. Mi benefactor, tan entusiasta de mi país y de
la cerveza Corona, no merecía semejante desaire. Para demostrarle mi
agradecimiento le escribí mi teléfono en un papel por si alguna vez
viajaba a México.
Fritz puso mis maletas en el piso, señaló en dónde estaba el baño y
me recomendó que estuviera atenta a mi reloj si no quería perder el
avión. Me deseó buen viaje y se fue dejando atrás un desordenado
balanceo de telas blancas. Durante unos segundos escuché las ruedas de
su carrito alejarse. Luego todo quedó en silencio. Puse mi abrigo en la
única silla y me acerqué al catre. En la sábana revuelta y arrugada
había quedado impresa la forma del anterior ocupante. Esa huella hizo
que me sintiera menos sola, menos perdida en el inmenso aeropuerto.
III
El cansancio y el temor a perder el vuelo me impidieron
dormir. Quise levantarme para sacar de mi bolsa el libro que llevaba
pero no tuve fuerzas ni para eso. Me resigné a mirar el techo en espera
del sueño. De pronto oí una voz salida de otro cubículo:
Señorita: por favor díganme cuánto tiempo más van a tenerme esperando. Llevo horas aquí y ni siquiera me han dicho quién vendrá a recogerme. No es justo que me hayan olvidado. Ustedes me prometieron...
Una
tos seca, persistente, refrenó las protestas de la desconocida. Pensé
en acercarme a ella para ver en qué forma podía ayudarla. Comprendí que
no iba a ser fácil lograrlo cuando la escuché gritar enfurecida:
Se equivocan si piensan que es agradable estar aquí, sin saber nada, esperando hasta que se les dé la gana venir por mí. Ya descansé bastante, estoy bien, puedo valerme por mí misma para llegar a la sala de espera y subirme al avión. Otros lo hacen, ¿por qué yo no? Tengo mi boleto. Ya lo vieron. Revísenlo si quieren. Está en la bolsa que se llevaron, no sé para qué.
Exhausta, suspiró. La oí descargar puñetazos en la almohada para abombarla:
Veo que es inútil. No me queda más que dormir. Mientras, siempre aparecen los recuerdos, con frecuencia el de mi vestido de piqué blanco lleno de fresas bordadas con hilo de seda. Eran tan rojas y apetitosas que las mordía imaginando su sabor agridulce. Eso me daba felicidad. Sí, fe-li-ci-dad.
La mujer creía estar sola y por eso hablaba con tanta libertad.
Aunque sin proponérmelo, yo era indiscreta. Decidí hacerme presente por
si la desconocida quería medir sus palabras. Me levanté despacio y me
ordené el cabello. Cuando intenté salir de mi cubículo no pude
encontrar la abertura entre las cortinas. Lo atribuí a mi torpeza, a la
falta de práctica. Lo intenté una y otra vez pero sin resultados.
De seguir así no lograría nada. Necesitaba serenarme. Volví al catre
y cerré los ojos. Sentí vergüenza de pensar en cómo me habría visto
dando manotazos contra los lienzos blancos. Mi sonrisa desapareció al
escuchar que mi vecina entonaba una canción. Me pareció conocida. Eso
podía ser un buen pretexto para iniciar una plática a la distancia. Me
imaginé haciéndole preguntas a mi vecina, respondiendo a las suyas y de
paso desahogándome por las incomodidades de mi vuelo y la pésima
comida. Sentí hambre. Me la había despertado la evocación del vestido
con fresas bordadas.
La voz femenina sustituyó al tarareo:
No entienden: en la casa me están esperando. Además, no quiero ni puedo seguir aquí el resto de mi vida. Comprendan, un día se me terminarán los recuerdos y entonces ¿qué haré? Lo único posible: repetírmelos. Confío en no desgastarlos. No quiero quedarme sin ellos ahora que estoy sola, atorada.
La mujer guardó silencio. Pensé en aprovecharlo para revelarle mi
presencia. No tuve tiempo de hacerlo porque volví a escucharla:
El árbol de aguacate era frondoso. Una de sus ramas bajas, deforme, se hundía en el arroyo. Su agua era clara, mansa hasta que nosotros... ¿Qué hacíamos?
Tuve la impresión de que esas palabras iban dirigidas a mí y no dudé en contestarle:
Arrojábamos piedras al agua. Nos producía una dicha enorme verla rizarse por nuestra voluntad, por nuestro capricho de niñas a quienes les estaba prohibido todo: preguntar, reír, correr, mirarse en el espejo, anhelar un viaje largo sin destino preciso, aprender cosas.
¿Quién está allí?No esperaba la pregunta y no me atreví a responder. Intenté con más ahínco encontrar la abertura entre las cortinas blancas. Pegué con fuerza hasta que sentí que unas manos me detenían. Era Fritz. Se disculpaba por no haber conseguido autorización para instalarme en el área de descanso. Comprendí que mientras lo esperaba me había quedado dormida. El módulo hecho de cortinas blancas, el catre, la silla: todo había sido un sueño, excepto el vestido con fresas, la canción, el árbol de aguacate y el arroyo.
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