El miércoles pasado
ocurrió una explosión y un incendio en la refinería Antonio Dovalí
Jaime, ubicada en Salina Cruz, Oaxaca, con un saldo, hasta ayer, de un
muerto y nueve heridos. De acuerdo con la información oficial, el
siniestro fue causado por un derrame de aceite y residuos que se
desbordaron de represas ubicadas en las instalaciones de Petróleos
Mexicanos (Pemex) tras el paso de la tormenta tropical Calvin.
En abril de 2016, en el complejo petroquímico de Pajaritos,
Coatzacoalcos, Veracruz, tuvo lugar un percance mucho más grave que
destruyó una planta de clorados de propiedad mixta y causó la muerte de
24 trabajadores y lesiones a más de un centenar. En marzo del presente
año, una explosión en la refinería de Salamanca, Guanajuato, mató a
siete operarios, entre empleados y personal subcontratado.
Ciertamente, ninguna instalación industrial se encuentra totalmente a
salvo del riesgo de accidentes como los referidos, y la probabilidad de
percances se eleva en el caso de plantas que trabajan con materiales
combustibles o explosivos, como son la refinación de hidrocarburos y la
petroquímica secundaria. Pero en el caso de la tragedia de
Coatzacoalcos, un oficio enviado una semana antes por la Subdirección de
Producción de Petrolíferos de Pemex advirtió que, ante las limitaciones
para la asignación de recursos presupuestales y gastos de operación, se
debía extremar la supervisión y vigilancia de las condiciones de
operación y equipos estáticos y dinámicos de las plantas de proceso y
servicios principales, y señalaba que tales carencias habían eliminado
el margen de tolerancia para equivocaciones, descuidos o negligencias.
En esa ocasión, empleados de la refinería de Minatitlán señalaron que
el recorte de recursos al rubro de mantenimiento ponía en peligro las
plantas y las instalaciones de Pemex, afirmaron que los recortes
presupuestales estaban siendo aplicados por funcionarios sin la
preparación debida y subrayaron que en Pajaritos los despidos de
personal habían dejado sólo 700 trabajadores del área de operación y que
se habían jubilado o transferido a más de mil 200, muchos de ellos
adscritos al área de mantenimiento (La Jornada, 25/4/2016, p. 7).
Es significativo que apenas la semana pasada, en el contexto
del ajuste del personal de la empresa, la Dirección General de Pemex
Exploración y Producción ordenó el despido de 2 mil 785 trabajadores,
debido a la falta de recursos suficientes para el mantenimiento de las
plazas correspondientes (oficio PEP-DG-SAPEP-79-2017).
Sería sin duda absurdo atribuir el más reciente accidente a ese
recorte específico de personal, pero es claro que si hasta antes de la
reforma energética Pemex había sido sobrexplotado y descuidado en su
mantenimiento y renovación, esa situación se agudizó después de las
modificaciones constitucionales y de la supresión del estatuto de
empresa paraestatal, se incrementó el subcontratismo y en lo sucesivo,
cuando se habla de inversiones en la industria petrolera, se alude casi
exclusivamente a las corporaciones privadas y no a la empresa productiva
del Estado.
Esa circunstancia se ve fortalecida por un discurso oficial
cuestionable que reiteradamente hace referencia a los hidrocarburos
fósiles como un recurso agotado o en vía de rápido agotamiento, lo que
refuerza la tendencia al abandono de los segmentos de la industria
petrolera que aún pertenecen a la nación.
A reserva de lo que establezca la necesaria investigación del
accidente en la refinería de Salina Cruz y del debido esclarecimiento de
las causas que produjeron la explosión y el incendio, se debe poner fin
al achicamiento deliberado de Pemex y dejar de tratar a la antigua
paraestatal como si fuera una empresa en liquidación.
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