Ilán Semo
En 2006 Jacques Attali publicó un cuantioso volumen bajo el título Breve historia del futuro.
En principio, el contenido del texto tiene poco que ver con el
enunciado que lo encabeza. Uno esperaría encontrar una reconstrucción de
las formas y los cambios en que la idea del futuro habría conformado en
épocas pasadas diversos horizontes de expectativas y espacios de
experiencia tan distintos a los actuales. Pero no. El libro de Attali
trata más bien de una reinterpretación de la historia de Occidente junto
a una prognosis de lo que podría suceder en los próximos 50 años. Una
prognosis, por cierto, angustiosa. El futuro inmediato avizoraría más de
lo que hoy vivimos, sólo que bajo una versión extrema: la expansión
exhaustiva de la lógica de los mercados, la depredación de las
condiciones de existencia, la sustitución del Estado por instituciones
globales y anónimas de control, una violencia más ingobernable y
fragmentaria y, al final, un hiperconflicto entre las grandes potencias,
provocado por sus intentos de amurallarse. Acaso un título más adecuado
del texto habría sido (algo así como): El insoportable futuro de la
historia.
Sin embargo, el tema de la historia del futuro resulta del todo
seductor. Una mirada a las sensibilidades, sueños, esperanzas,
pesadillas y angustias mediante la lectura de las afectaciones que
producen las visiones sobre el tiempo. O si se quiere: una historia del
tiempo. Un recuento (aunque sea mínimo) de estas visiones arrojaría
imágenes inesperadas sobre la construcción del pasado nacional.
Es muy probable que la extensión que adquirió la violencia durante el
movimiento de Independencia, a principios del siglo XIX, estuvo ligada a
una visión apocalíptica sobre el porvenir que esperaba a la implosión
del orden monárquico. (Habría que insistir: apocalíptica y no
milenarista, que es lo que los historiadores han encontrado en los
ánimos de esa sublevación). Todavía a fines del siglo XVIII era muy
evidente que la idea que predominaba sobre el futuro estaba sostenida en
los relatos teológicos del fin de los tiempos.
En la primera mitad del siglo XIX ese sentimiento de caída fue
desplazado –o sustituido– por una gran utopía: la construcción de una
nación. En cierta manera es equívoco afirmar que se trató de una utopía
exclusivamente criolla. El mundo de los pueblos originarios la abrazó
con igual intensidad, aunque por motivos distintos. La crisis que siguió
a la ocupación estadunidense de 1848 hizo tambalear esa utopía, pero no
el espíritu que la había animado. Lo que impresiona en el periodo de
1857 a 1867, con la derrota de la intervención francesa, es cómo el
liberalismo lo sostuvo en las condiciones más precarias.
El Porfiriato administró ese acierto de una manera singular: un
futuro en el que la estabilidad –así fuese autoritaria– subsanaba las
heridas de más de medio siglo de guerras civiles e intervenciones. 1910
refutó esta esperanza. La revolución no sólo fue un sinónimo de una
prolongadísima guerra civil, sino la creación de un horizonte que
conjugó dos sentimientos inescrutablemente encontrados: la esperanza y
el trauma. Cuando se asoma uno a las décadas de 1920 y 1930, la
impresión es que lo que bulle es una multiplicidad de experimentos
culturales y políticos convencidos de la posibilidad de cambios
fundamentales. Si en cambio se lee la literatura de la época lo que
queda es, parafraseando a Juan Rulfo, un paisaje inabarcable de llanos
en llamas.
No obstante que el régimen que encontró sus códigos centrales
en la ideología de la Revolución Mexicana alcanzó su cénit autoritario
en la década de 1960, durante los doce años que Díaz Ordaz impuso su
mano sobre el país, primero como secretario de Gobernación y después
como Presidente, son años de visibles clivajes utópicos. El movimiento
del 68 habría sido inconcebible sin ellos: nuevos sujetos de la
política, nuevas libertades en demanda, nuevas maneras de desembarazarse
de un orden abrasivo. El 68 habla más mediante sus cuerpos que por sus
palabras.
El declive de ese futuro comenzó hacia la década de 1990. Todo el
viraje ligado al desmantelamiento de las barreras que separaban al país
de la escena global trajo consigo un cambio radical en el horizonte de
expectativas. La sociedad mexicana transitó de las utopías de los años
60 a lo que Lorenzo Meyer ha definido certeramente como paisajes
distópicos. Si a la utopía la significa la ilusión del mejor de los
mundos posibles, la distopía arroja el sentimiento de habitar un mundo
inadmisible. Tres signaturas de esta crisis del futuro son hoy
ostensibles.
1.- Una sociedad dominada por fuerzas que escapan a su control. La
firma del TLC trajo consigo no sólo una nueva relación con Estados
Unidos, sino un viraje en la constelación del mundo de las expectativas.
Un giro que pasaría por el flujo incontrolable de las fuerzas anónimas y
siempre incalculables que actúan desde el espacio global. El futuro
devino un espacio abierto a los golpes del destino, golpes siempre
impredecibles.
2.- Una violencia sin rostro. Junto con la
aperturallegaron las redes complejas de una multitud de fuerzas y tráficos incodificables: de armas, personas, drogas, capitales El edificio que sostenía la antigua y vertical estabilidad se vino abajo. Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto se encargaron de demostrar que, en sí, el sistema de depredación no tiene límites.
3.- La vaguedad de las alternativas. La hegemonía del PRI se sostuvo
siempre sobre el principio de que si el sistema no condesaba la mejor de
las opciones, toda alternativa no era más que una mala copia de sus
peores aspectos. Hay fechas que subvierten esta imagen. 1968 fue una;
1985, otra, y, en cierta manera, también 2006. Y son fechas que
retornan.
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